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233 mártires de la guerra civil española

Se celebra el día 22 de Septiembre

El Padre Sanz y los 232

Durante la ceremonia de beatificación, San Juan Pablo II recordó la figura de José Aparicio Sanz, sacerdote diocesano originario de Valencia, puesto a la cabeza de la lista de los nuevos beatos:

“Así vivieron y murieron José Aparicio Sanz y sus doscientos treinta y dos compañeros, asesinados durante la terrible persecución religiosa que azotó España en los años treinta del siglo pasado. Eran hombres y mujeres de todas las edades y condiciones: sacerdotes diocesanos, religiosos, religiosas, padres y madres de familia, jóvenes laicos. Fueron asesinados por ser cristianos, por su fe en Cristo, por ser miembros activos de la Iglesia. Todos ellos, según consta en los procesos canónicos para su declaración como mártires, antes de morir perdonaron de corazón a sus verdugos” (Homilía de la ceremonia de beatificación de los Siervos de Dios José Aparicio Sanz y 232 compañeros mártires).

Llama la atención hasta hoy el número abultado de beatificaciones celebradas en una misma ceremonia -sin precedentes hasta ese momento-, así como la heterogeneidad o diversidad del grupo de mártires -algo que fue resaltado por el Sumo Pontífice en ese momento-. Ambos aspectos resultan conmovedores: los mártires estaban unidos por la fe y el amor a Jesús y a los hermanos, lejos de cualquier tipo de compromiso ideológico y muy cerca del corazón de la Iglesia que sufre persecución.

Unidad en la diversidad

“… Treinta y ocho sacerdotes de la Archidiócesis de Valencia, junto con un numeroso grupo de hombres y mujeres de la Acción Católica también de Valencia; dieciocho dominicos y dos sacerdotes de la Archidiócesis de Zaragoza; cuatro Frailes Menores Franciscanos y seis Frailes Menores Franciscanos Conventuales; trece Frailes Menores Capuchinos, con cuatro Religiosas Capuchinas y una Agustina Descalza; once Jesuitas con un joven laico; treinta y dos Salesianos y dos Hijas de María Auxiliadora; diecinueve Terciarios Capuchinos con una cooperadora laica; un sacerdote dehoniano; el Capellán de Colegio La Salle de la Bonanova, de Barcelona, con cinco Hermanos de las Escuelas Cristianas; veinticuatro Carmelitas de la Caridad; una Religiosa Servita; seis Religiosas Escolapias con dos cooperadoras laicas provenientes éstas últimas del Uruguay y primeras beatas de ese País latinoamericano; dos Hermanitas de los Ancianos Desamparados; tres Terciarias Capuchinas de Nuestra Señora de los Dolores; una Misionera Claretiana; y, en fin, el joven Francisco Castelló i Aleu, de la Acción Católica de Lleida” (Homilía de la ceremonia de beatificación de los Siervos de Dios José Aparicio Sanz y 232 compañeros).

Madre coraje: María Teresa Ferragud

Vale la pena resaltar -tal y como lo hizo San Juan Pablo II- algunos de los conmovedores relatos testimoniales mencionados el día de la beatificación de los 233. El primero de ellos fue el de María Teresa Ferragud, anciana que fue arrestada junto a sus cuatro hijas, todas religiosas contemplativas. Las cinco fueron condenadas a muerte. María Teresa tenía ochenta y tres años en ese momento.

El 25 de octubre de 1936, fiesta de Cristo Rey, María Teresa, consciente del destino que les esperaba, pidió estar al lado de sus hijas y ser la última en ser ejecutada. Aquella madre quería acompañar a sus hijas, una a una, mientras entregaban la vida, y, de esa manera, poder alentarlas hasta el instante final, para que el temor a morir no doblegue su fe.

Los verdugos, tras presenciar lo que aquella madre había hecho, sólo atinaron a exclamar: “Esta es una verdadera santa”.

Jóvenes valientes y auténticos

Otra historia a la que se refirió el Santo Padre es la de Francisco Alacreu, joven “de veintidós años, químico de profesión, y miembro de la Acción Católica, que consciente de la gravedad del momento no quiso esconderse, sino ofrecer su juventud en sacrificio de amor a Dios y a los hermanos, dejándonos tres cartas, ejemplo de fortaleza, generosidad, serenidad y alegría, escritas, instantes antes de morir, a sus hermanas, a su director espiritual y a quien fuera su novia” (Homilía de la ceremonia de beatificación de los Siervos de Dios José Aparicio Sanz y 232 compañeros).

Finalmente, está la historia del recién ordenado sacerdote Germán Gozalbo, de veintitrés años, fusilado sólo “dos meses después de haber celebrado su primera Misa” (ob. cit., 2).

América Latina, ecos y presencia: Cuba y Uruguay

Entre los 233 estuvo el Beato José Calasanz Marqués, quien fuera misionero salesiano en Cuba. Nació en España el 23 de noviembre de 1872 y conoció a San Juan Bosco en la visita que éste hizo a Barcelona en 1886. En ese momento José estaba como interno en la Casa Salesiana de Sarriá. Realizó su profesión a los 18 años, y cinco años después, en la Navidad de 1895, celebraría allí su primera Misa.

Calasanz fue secretario del Beato Felipe Rinaldi durante diez años y trabajó como director de un colegio. En 1916 fue enviado a dirigir la recién iniciada obra salesiana en Camagüey (Cuba). Luego fue nombrado Provincial de la Inspectoría Peruana-Boliviana, y en 1925 pasó a ser superior de su Inspectoría de procedencia en Tarragona, que incluía las de Barcelona y Valencia en España. Sería en esta última región donde recibiría las palmas del martirio.

Cabe resaltar que entre los 233 mártires están las dos primeras beatas uruguayas, tal y como se mencionó anteriormente. Ellas fueron dos laicas, Dolores y Consuelo Aguiar-Mella Díaz, hermanas nacidas en Montevideo (Uruguay) en 1897 y 1898, respectivamente; y que, a pesar de no ser ciudadanas españolas, por su fervor religioso, expresado libremente (una de ellas vivía en casa de las religiosas escolapias) terminaron asesinadas en Madrid, el 19 de septiembre de 1936. En su momento, la diplomacia uruguaya las buscó para darles protección, pero los milicianos se adelantaron a las gestiones.

La muerte de las hermanas Aguiar-Mella Díaz ocasionó la ruptura de relaciones diplomáticas entre Uruguay y España.

Esperanza de la Iglesia

Indudablemente, estos beatos dieron “testimonio de serenidad y esperanza cristiana”. Para nosotros, ellos constituyen motivo de aliento y confirmación de nuestra fe. Aquellos hombres y mujeres amaron de manera extraordinaria, aun cuando fueron víctimas del “odio a la fe” -presente también en nuestros días-. Ellos son prueba fehaciente de que el amor y el perdón no son solo posibles, sino muy reales.

Junto a los 233 debe recordarse a todos los mártires de la Iglesia: a los conocidos y a los anónimos, a los de ayer y, sin duda, también a los de hoy.

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