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Martirio de San Juan Bautista

Se celebra el día 29 de Agosto

Las fuentes principales relativas a la vida y ministerio de San Juan Bautista son los Evangelios canónicos. De estos, San Lucas es el más completo, recogiendo como hace las maravillosas circunstancias que acompañaron el nacimiento del Precursor y detalles sobre su ministerio y su muerte. El Evangelio de San Mateo se mantiene en estrecha relación con el de San Lucas, en cuanto se refiere al ministerio público de Juan, pero no contiene nada de lo relativo al comienzo de su vida. De San Marcos, cuyo relato de la vida del Precursor es muy escaso, no se puede recoger ningún detalle nuevo. Finalmente el cuarto Evangelio tiene esta especial característica, que da el testimonio de San Juan tras el bautismo del Salvador. Aparte de las indicaciones suministradas por estos escritos, alusiones de pasada se producen en pasajes tales como Hechos, 13, 24; 19, 1-6; pero son pocos y se refieren al asunto sólo indirectamente. A lo anterior debe añadirse lo que Josefo relata en su Antigüedades Judías (XVIII, v, 2); pero debe recordarse que es lamentablemente errático en sus fechas, equivocado en los nombres propios, y parece manipular los hechos según sus propias opiniones políticas; sin embargo, su juicio sobre Juan, también lo que nos dice sobre la popularidad del Precursor, junto con algunos detalles de menor importancia, son dignos de la atención del historiador. No se puede decir lo mismo de los evangelios apócrifos, porque la escasa información que dan del Precursor es o bien copiada de los Evangelios canónicos (y no añade autoridad a estos), o bien es un conjunto de divagaciones infundadas.

Zacarías, el padre de Juan el Bautista, era un sacerdote de la estirpe de Abías, la octava de las veinticuatro clases en que fueron divididos los sacerdotes (I Cro., 24, 7-19); Isabel, la madre del Precursor, era “descendiente de Aarón” según San Lucas (1, 5); el mismo evangelista, unos versículos después (1, 36) la llama “prima” (syggenis) de María. Estas dos afirmaciones parecen contradictorias, pues, se preguntará, ¿ cómo podía ser una prima de la Santísima Virgen “descendiente de Aarón”? El problema se podría resolver adoptando la lectura que se da en una antigua versión persa, donde encontramos “hermana de la madre” (metradelphe) en vez de “prima”. Una explicación en cierto modo análoga, probablemente tomada de algún escrito apócrifo, y tal vez correcta, se da por San Hipólito (en Nicefor., II, iii). Según ella, Mathan tuvo tres hijas, María, Soba, y Ana. María, la mayor, se casó con un hombre de Belén y fue la madre de Salomé; Soba se casó también en Belén, pero con “un hijo de Leví”, de quien tuvo a Isabel; Ana desposó a un galileo (Joaquín) y dio a luz a María, la Madre de Dios. Así Salomé, Isabel, y la Santísima Virgen fueron primas hermanas, e Isabel, “descendiente de Aarón” por línea paterna, era, por su madre, prima de María. El hogar de Zacarías se designa sólo de una manera vaga por San Lucas: era “una ciudad de Judá”, en “la región montañosa” (1, 39). Reland, que aboga por la injustificada suposición de que Judá pueda ser un error de ortografía del nombre, propuso leer en vez de él, Yuttá ( Josué, 15, 55; 21, 16), una ciudad sacerdotal al sur de Hebrón. Pero los sacerdotes no siempre vivían en ciudades sacerdotales (el hogar de Matatías estaba en Modin, el de Simón Macabeo en Gaza). Una tradición que puede remontarse a la época anterior a las Cruzadas, señala a la pequeña ciudad de Ain-Karim, a cinco millas al suroeste de Jerusalén. El nacimiento del Precursor fue anunciado de la manera más chocante. Zacarías e Isabel, como sabemos por San Lucas, “eran los dos justos ante Dios, y caminaban sin tacha en todos los mandamientos y preceptos del Señor. No tenían hijos, porque Isabel era estéril” (1, 6-7). Habían rezado mucho para que su unión fuera bendecida con descendencia; pero, ahora que “los dos eran de edad avanzada”, el reproche de esterilidad pesaba sobre ellos. “Sucedió que, mientras oficiaba delante de Dios, en el turno de su grupo, le tocó en suerte, según el uso del servicio sacerdotal, entrar en el Santuario del Señor para quemar el incienso. Toda la multitud del pueblo estaba fuera en oración, a la hora del incienso. Y se le apareció el Ángel del Señor, de pie, a la derecha del altar del incienso. Al verle Zacarías, se turbó, y el temor se apoderó de él. El ángel le dijo: No temas, Zacarías, porque tu petición ha sido escuchada; Isabel, tu mujer, te dará a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Juan; será para ti gozo y alegría, y muchos se gozarán en su nacimiento, porque será grande ante el Señor; no beberá vino ni licor; estará lleno del Espíritu Santo ya desde el seno de su madre, y a muchos de los hijos de Israel, les convertirá al Señor su Dios, y le precederá con el espíritu y el poder de Elías para hacer volver los corazones de los padres a los hijos, y a los rebeldes a la sabiduría de los justos, para preparar al Señor un pueblo bien dispuesto” (1, 8-17). Como Zacarías fue lento en creer esta asombrosa predicción, el ángel, al hacérsela conocer, le anunció que, en castigo a su incredulidad, estaría afectado de mudez hasta que la promesa se cumpliera. Y “cuando se cumplieron los días de su servicio, se fue a su casa. Días después, concibió su mujer Isabel; y se mantuvo oculta durante cinco meses” (1, 23-24).

Ahora bien durante el sexto mes tuvo lugar la Anunciación, y, como María había oído al ángel que su prima había concebido, fue “con prontitud” a felicitarla. “Y en cuanto oyó Isabel el saludo de María, el niño” - lleno, como la madre, del Espíritu Santo-”saltó de gozo en su seno”, como si reconociera la presencia de su Señor. Entonces se cumplió la profética declaración del ángel de que el niño estaría “lleno del Espíritu Santo ya desde el seno de su madre”. Ahora bien, como la presencia de cualquier pecado es incompatible con la presencia del Espíritu Santo en el alma, se deduce que en este momento Juan quedó limpio de la mancha del pecado original. Cuando “le llegó a Isabel el tiempo de dar a luz… tuvo un hijo (1, 57); y “al octavo día fueron a circuncidar al niño, y querían ponerle el nombre de su padre, Zacarías, pero su madre, tomando la palabra, dijo: No, se ha de llamar Juan. Le decían: No hay nadie en tu parentela que tenga ese nombre. Y preguntaban por señas a su padre cómo quería que se le llamase. Él pidió una tablilla y escribió: Juan es su nombre. Y todos quedaron admirados” (1, 59-63). No se dieron cuenta de que ningún nombre le convenía más (Juan, en hebreo: Jehohanan, esto es, “Yahveh tiene misericordia”) al que, como profetizó su padre iba a ir “delante del Señor para preparar sus caminos y dar a su pueblo conocimiento de salvación por el perdón de sus pecados, por las entrañas de misericordia de nuestro Dios” (1, 76-78). Además, todos esos acontecimientos, a saber, un niño nacido a una pareja de edad avanzada, la repentina mudez de Zacarías, su recuperación, igualmente repentina, del habla, su asombrosa declaración, tenían que infundir admiración a los vecinos congregados; estos apenas podían preguntarse: “Pues, ¿qué será de este niño?” (1,66).

Respecto a la fecha del nacimiento de Juan el Bautista, no se puede decir nada con seguridad. El Evangelio sugiere que el Precursor nació unos seis meses antes de Cristo; pero el año del nacimiento de Cristo no ha sido determinado. Ni hay tampoco certeza sobre la estación del nacimiento de Cristo, pues es bien sabido que la fijación de la fiesta de Navidad al veinticinco de Diciembre no se basa en la evidencia histórica, sino que está sugerida posiblemente por consideraciones meramente astronómicas, también, quizá, deducidas de razonamientos astronómico-teológicos. Aparte de eso, no se pueden hacer cálculos sobre la época del año en que la clase de Abías prestaba servicio en el Templo, puesto que cada una de las veinticuatro clases de sacerdotes hacía dos turnos al año. De los primeros años de la vida de Juan San Lucas sólo nos dice que “el niño crecía y su espíritu se fortalecía; vivió en los desiertos hasta el día de su manifestación a Israel” (1, 80). Si nos preguntáramos cuándo se fue el Precursor al desierto, una vieja tradición a la que hace eco Paul Warnefried (Paulo el Diácono), en el himno”Ut queant laxis”, compuesto en honor del santo, da una respuesta apenas más definida que la declaración del Evangelio: “Antra deserti teneris sub annis… petiit..” Otros autores, sin embargo, pensaron que lo sabían mejor. Por ejemplo, San Pedro de Alejandría creía que San Juan fue dejado en el desierto para escapar de la ira de Herodes, quien, si hacemos caso de su relato, fue impulsado por el miedo de perder su reino a buscar la muerte del Precursor, igual que fue, más tarde, a buscar la del Salvador recién nacido. Se añadía también en este relato que Herodes hizo matar a Zacarías entre el templo y el altar, porque profetizó la venida del Mesías (Baronio, “Annal Apparat.”, n.53). Estas son leyendas sin valor calificadas hace mucho tiempo por San Jerónimo como “apocryphorum somnia”.

Pasando por alto entonces, con San Lucas, un periodo de unos treinta años, llegamos a lo que podemos considerar el inicio del ministerio público de San Juan (ver CRONOLOGÍA BÍBLICA). Hasta éste llevó en el desierto la vida de un anacoreta; ahora va a entregar su mensaje al mundo. “En el año decimoquinto del imperio de Tiberio César… fue dirigida la palabra de Dios a Juan, hijo de Zacarías, en el desierto. Y se fue por toda la región del Jordán, predicando” (Lucas 3, 1-3), vestido no con los suaves ropajes de un cortesano (Mateo, 11, 8; Lucas 7, 24), sino de “piel de camello con un cinturón de cuero a sus lomos”; y “su comida” - parecía como si no comiera ni bebiera (Mateo, 11, 18; Lucas, 7, 33)— “eran langostas y miel silvestre” (Mateo, 3, 4; Marcos, 1, 6); toda su figura, lejos de sugerir la idea de una caña sacudida por el viento (Mateo, 11, 7; Lucas, 7, 24), manifestaba una constancia imperturbable. Algunos incrédulos burlones fingían escandalizarse: “Tiene un demonio” (Mateo, 11, 18) Sin embargo, “Jerusalén, toda Judea, y toda la región del Jordán” (Mateo, 3, 5), atraídos por su fuerte y atractiva personalidad, acudían a él; la austeridad de su vida aumentaba inmensamente el peso de sus palabras; para la gente sencilla, era verdaderamente un profeta (Mateo, 11, 9;cf. Lucas, 1, 76,77). “Convertíos, porque el Reino de los Cielos está cerca” (Mateo, 3, 2), tal era el estribillo de su enseñanza. Hombres de todas las condiciones se congregaban a su alrededor.

Allí había fariseos y saduceos; estos últimos atraídos quizá por curiosidad y escepticismo, los primeros esperando posiblemente una palabra de alabanza por sus numerosísimas imposiciones y prácticas, y todos, probablemente, más ansiosos de ver de cuál de las sectas rivales ordenaría el nuevo profeta que se siguieran las instrucciones. Pero Juan puso al descubierto su hipocresía. Sacando sus ejemplos del escenario que los rodeaba, e incluso, según el modo oriental, haciendo un juego de palabras (abanimbanium), fustigó su orgullo con esta bien merecida reprimenda: “Raza de víboras, ¿quién os ha enseñado a huir de la ira inminente? Dad, pues, dignos frutos de conversión, y no andéis diciendo en vuestro interior: Tenemos por padre a Abraham; pues os digo que puede Dios de estas piedras dar hijos a Abraham. Y ya está el hacha puesta en la raíz de los árboles; y todo árbol que no dé buen fruto será cortado y arrojado al fuego” (Mateo, 3, 7-10; Lucas, 3, 7-9). Estaba claro que algo había que hacer. Los hombres de buena voluntad entre los que escuchaban preguntaban: “¿Qué debemos hacer?” (Probablemente algunos eran ricos y, según la costumbre del pueblo en tales circunstancias, estaban vestidos con dos túnicas- Josefo, “Antig.”, XVIII, v, 7). “Y él les respondía: El que tenga dos túnicas, que las reparta con el que no tiene; el que tenga para comer, que haga lo mismo” (Lucas, 3, 11). Algunos eran publicanos; a ellos les ordenó no exigir más que lo que estaba fijado por la ley (Lucas, 3, 13). A los soldados (probablemente policías judíos) les recomendó que no hicieran violencia a nadie, ni denunciaran falsamente a ninguno, y que se contentaran con su paga. (Lucas, 3, 14). En otras palabras, les advirtió contra la confianza en sus privilegios nacionales, no aprobó los dogmas de ninguna secta, ni abogó por el abandono del forma de vida ordinaria de cada uno, sino que (predicó) la fidelidad y honradez en el cumplimiento de los deberes propios, y la humilde confesión de los propios pecados. Para confirmar las buenas disposiciones de sus oyentes, Juan los bautizaba en el Jordán, “diciendo que el bautismo era bueno, no tanto para liberar a uno de ciertos pecados [cf. Sto. Tomás, “Summ. Theol.·, III, A.xxxviii, a. 2 y 3] como para purificar el cuerpo, estando ya el alma limpia de sus corrupciones por la justicia” (Josefo, “Antig.”, XVIII, vii). Este rasgo de su ministerio, más que ningún otro, atrajo la atención pública hasta tal punto que fue apodado “el Bautista” ( esto es, el que bautiza) incluso durante su vida (por Cristo, Mateo, 11,11; por sus propios discípulos, Lucas, 7, 20; por Herodes, Mateo, 14, 2; por Herodías, Mateo, 14, 3). Aun así su derecho a bautizar fue cuestionado por algunos (Juan, 1, 25); los fariseos y letrados rehusaron someterse a esta ceremonia, con el argumento de que el bautismo, como una preparación para el reino de Dios, sólo estaba relacionado con el Mesías (Ezequiel, 36, 25; Zacarías, 13, 1, etc.), Elías, y el profeta del que se habla en el Deuteronomio, 18, 15. La réplica de Juan fue que él había sido divinamente “enviado a bautizar con agua” (Juan, 1, 33); a esto, más tarde, nuestro Salvador aportó su testimonio, cuando, en respuesta a los fariseos que intentaban tenderle una trampa, implícitamente declaró que el bautismo de Juan era del cielo (Marcos, 11, 30). Mientras bautizaba, Juan, para que la gente no pudiera creer “si no sería él el Cristo” (Lucas, 3, 15), no dejó de insistir en que la suya era sólo una misión de precursor: “Yo os bautizo con agua; pero viene el que es más fuerte que yo, y no merezco desatarle la correa de sus sandalias. Él os bautizará en el Espíritu Santo y en el Fuego. En su mano tiene el bieldo para limpiar su era y recoger el trigo en su granero; pero la paja la quemará con fuego que no se apaga” (Lucas, 3, 15,17). Fuera cual fuese lo que Juan quería decir con su bautismo “de fuego”, en todo caso, definió claramente en esta declaración su relación con el que había de venir.

Aquí no vendrá mal tratar sobre el escenario del ministerio del Precursor. La localidad debe buscarse en la parte del valle del Jordán (Lucas, 3, 3) que es llamada el desierto (Marcos 1, 4). En relación con esto se mencionan dos lugares en el Cuarto Evangelio: Betania (Juan 1, 28) y Ainón (Juan 3, 23). Respecto a Betania la versión Betabara, primero dada por Orígenes, puede descartarse; pero el erudito alejandrino estaba quizá menos equivocado al sugerir la otra versión, Bethara, posiblemente una forma griega de Betharan; en cualquier caso, el sitio en cuestión debe ser buscado “al otro lado del Jordán” (Juan, 1, 28). El segundo lugar, Ainón, “cerca de Salim” (Juan, 3, 23), el punto más al norte señalado en el mapa del mosaico de Madaba, se describe en el “Onomasticon” de Eusebio como estando a ocho millas de Seythopolis (Beisan), y debe buscarse probablemente en Ed-Deir o El-Ftur, a poca distancia del Jordán (Lagrange, en “Revue Biblique”, IV, 1895, pags. 502-5). Además, una tradición establecida de antiguo, que se remonta al año 333, asocia la actividad del Precursor, particularmente el Bautismo del Señor, con los alrededores de Deir Mar-Yuhanna (Qasr el-Yehud).

El Precursor había estado predicando y bautizando durante algún tiempo (cuánto exactamente no se sabe), cuando Jesús vino de Galilea al Jordán a ser bautizado por él. ¿Por qué, puede preguntarse, “el que no cometió pecado” (I Pedro, 2, 22) buscaría “el bautismo de conversión para el perdón de los pecados” de Juan (Lucas, 3, 3)? Los Padres de la Iglesia responden muy apropiadamente que ésta fue la ocasión prevista por el Padre en que Jesús iba a manifestarse ante el mundo como Hijo de Dios; además, al someterse a él, Jesús sancionaba el bautismo de Juan. “Pero Juan trataba de impedírselo diciendo: Soy yo el que necesita ser bautizado por ti, ¿y tú vienes a mí?” (Mateo, 3, 14). Estas palabras, que implican que Juan conocía a Jesús, están en aparente contradicción con una ulterior declaración de Juan registrada en el Cuarto Evangelio: “Yo no le conocía” (Juan, 1, 33). La mayor parte de los intérpretes toman esto como que el Precursor tenía alguna intuición de que Jesús fuera el Mesías: indican ésta como la razón por la que Juan al principio rehusó bautizarlo; pero la manifestación celestial, unos momentos después, cambió esta intuición en conocimiento perfecto: “Respondióle Jesús: Déjame ahora, pues conviene que así cumplamos toda justicia. Entonces le dejó. Bautizado Jesús, salió luego del agua; y en esto se abrieron los cielos…Y una voz que venía de los cielos dijo: Este es mi hijo muy amado, en quien me complazco” (Mateo, 3, 15-17). Tras su bautismo, mientras Jesús estaba predicando por las ciudades de Galilea, yendo a Judea sólo ocasionalmente para las fiestas, Juan continuó su ministerio en el valle del Jordán. Fue en esta época “cuando los judíos enviaron donde él desde Jerusalén sacerdotes y levitas a preguntarle: ¿Quién eres tú? Él confesó, y no negó; confesó: Yo no soy el Cristo. Y le preguntaron: ¿Qué, pues? ¿Eres tú Elías? Él dijo: No lo soy ¿Eres tú el profeta? Respondió: No. Entonces le dijeron: ¿Quién eres, pues, para que demos respuesta a los que nos han enviado? ¿Qué dices de ti mismo? Dijo él: Yo soy la voz que clama en el desierto: Rectificad el camino del Señor, como dijo el profeta Isaías” (Juan 1, 19-23). Juan negó ser el profeta Elías, a quien los judíos estaban esperando (Mateo, 17, 10; Marcos, 9, 10). Ni lo admitió Jesús, aunque sus palabras a sus discípulos parecen a primera vista señalar ese camino, “Ciertamente Elías ha de venir a restaurarlo todo. Os digo, sin embargo, que Elías ha venido ya” (Mateo, 17, 11; Marcos, 9, 11-12). San Mateo señala que “los discípulos comprendieron que se refería a Juan el Bautista” (Mateo, 17, 13). Esto era lo mismo que decir, “Elías no va a venir en forma humana.” Pero al hablar a la multitud, Jesús explicó que llamaba a Juan Elías en sentido figurado: “Si queréis admitirlo, él es Elías, el que iba a venir. El que tenga oídos, que oiga” (Mateo, 11, 14,15). Esto había sido anticipado por el ángel cuando, al anunciar a Zacarías el nacimiento de Juan, predijo que el niño precedería al Señor “con el espíritu y el poder de Elías” (Lucas, 1, 17). “Al siguiente día vio a Jesús venir hacia él y dijo: He ahí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. Éste es por quien yo dije: Viene un hombre detrás de mí, que se ha puesto delante de mí, porque existía antes que yo…pero he venido a bautizar con agua para que él sea manifestado a Israel…Y yo no le conocía, pero el que me envió a bautizar con agua me dijo: Aquel sobre quien veas que baja el Espíritu y se queda sobre él, ése es el que bautiza con el Espíritu Santo. Y yo lo he visto y doy testimonio de que este es el Hijo de Dios” (Juan 1, 20-34).

Entre los muchos oyentes que rodeaban a San Juan, algunos, más profundamente conmovidos por su doctrina, permanecieron con él, formando así, como alrededor de otros famosos doctores de la ley, un grupo de discípulos. A estos exhortaba a ayunar (Marcos, 2, 18), a estos enseñaba formas especiales de oración (Lucas, 5, 33; 11, 1). Su número, según la literatura pseudo-clementina, llegaba a treinta (Hom. ii, 23). Entre ellos estaba Andrés de Betsaida de Galilea (Juan, 1, 44). Un día, cuando Jesús pasaba a lo lejos, Juan le señaló y repitió su declaración anterior: “He ahí el Cordero de Dios”. Entonces Andrés, con otro discípulo de Juan, al oír esto, siguieron a Jesús (Juan, 1, 36-38). El relato de la vocación de Andrés y Simón difiere materialmente del que encontramos en San Mateo, San Marcos y San Lucas; aunque puede percibirse que San Lucas, en particular, narra de tal manera el encuentro de los dos hermanos con el Salvador, que podemos deducir que ya lo conocían. Ahora bien, por otra parte, puesto que el Cuarto Evangelio no dice que Andrés y su compañero dejaran en el acto sus ocupaciones para dedicarse exclusivamente al Evangelio o a su preparación, no hay claramente discordancia absoluta entre la narración de los tres primeros Evangelios y el de San Juan.

El Precursor, tras un lapso de varios meses, aparece de nuevo en escena, y aún está predicando y bautizando a orillas del Jordán (Juan, 3, 23). Jesús, mientras tanto, había reunido a su alrededor un séquito de discípulos, y vino “al país de Judea; y allí se estaba con ellos y bautizaba” (Juan, 3, 22) - “aunque no era Jesús mismo el que bautizaba, sino sus discípulos” (Juan, 4, 2) - “Se suscitó una discusión entre los discípulos de Juan y los judíos [los mejores textos griegos tienen “un judío”] acerca de la purificación” (Juan, 3, 25), lo que quiere decir, como se sugiere por el contexto, acerca del valor relativo de ambos bautismos. Los discípulos de Juan fueron a él: “Rabbí, el que estaba contigo al otro lado del Jordán, aquel de quien diste testimonio, mira, está bautizando y todos se van con él” (Juan, 3, 26-27). Indudablemente querían decir que Jesús debería ceder ante Juan que le había recomendado, y que, al bautizar, estaba usurpando los derechos de Juan. “Juan respondió: Nadie puede arrogarse nada si no se le ha dado del cielo. Vosotros mismos sois testigos de que dije: Yo no soy el Cristo, sino que he sido enviado delante de él. El que tiene a la novia es el novio; pero el amigo del novio, el que asiste y le oye, se alegra mucho con la voz del novio. Esta es, pues, mi alegría, que ha alcanzado su plenitud. Es preciso que él crezca y que yo disminuya. El que viene de arriba está por encima de todos: el que es de la tierra, es de la tierra y habla de la tierra. El que viene del cielo está por encima de todos: da testimonio de lo que ha visto y oído” (Juan, 3, 27-36).

La narración anterior recuerda el hecho antes mencionado (Juan, 1, 28), de que parte del ministerio del Bautista se ejerció en Perea: Ainón, el otro escenario de sus acciones, estaba junto a las fronteras de Galilea; Perea y Galilea formaban la tetrarquía de Herodes Antipas. Este príncipe, digno hijo de su padre, Herodes el Grande, se había casado, probablemente por razones políticas, con la hija de Aretas, rey de los nabateos. Pero durante una visita a Roma, se enamoró de su sobrina Herodías, esposa de su hermanastro Filipo (hijo de Mariamne la joven), y la indujo a venirse a Galilea. Cuándo y dónde se encontró el Precursor con Herodes, no se nos dice, pero por los Evangelios Sinópticos sabemos que Juan se atrevió a reprochar al tetrarca sus malas acciones, especialmente su adulterio público. Herodes, influido por Herodías, no permitió al importuno recriminador marchar sin castigo: “envió a prender a Juan y le encadenó en prisión”. Josefo nos cuenta una historia bastante distinta, que contiene tal vez un elemento de verdad. “Como se apiñaban alrededor de Juan grandes multitudes, Herodes sintió miedo de que abusara de su autoridad moral sobre ellas para incitarlas a la rebelión, lo que harían si se lo mandaba; por tanto pensó como lo más sabio, para evitar posibles sucesos, quitar de en medio al peligroso predicador… y lo encarceló en la fortaleza de Maqueronte” (“Antig.”, XVIII, v, 2). Cualquiera que fuera el motivo principal de la política del tetrarca, es seguro que Herodías alimentaba un amargo odio contra Juan. “Herodías le aborrecía y quería quitarle la vida” (Marcos, 6,19). Aunque Herodes al principio compartía su deseo, “temía a la gente porque le tenían por profeta” (Mateo, 14, 5). Después de un tiempo este resentimiento de Herodes parece haberse reducido, pues, según Marcos, 6, 19,20, escuchaba a Juan con gusto e hizo muchas cosas a sugerencia de él.

Juan, en su prisión, era asistido por sus discípulos, que le mantenían en contacto con los acontecimientos del momento. Así se enteró de las maravillas efectuadas por Jesús. En este punto no se puede suponer que la fe de Juan vacilara lo más mínimo. Algunos de sus discípulos, sin embargo, no estaban convencidos por sus palabras de que Jesús era el Mesías. Por consiguiente, los envió a Jesús, mandándoles decir: “Juan el Bautista nos ha enviado para que te digamos: ¿Eres tú el que ha de venir o debemos esperar a otro? (Y en aquel momento curó a muchos [del pueblo] de sus enfermedades y dolencias y malos espíritus, y dio vista a muchos ciegos.) Y les respondió: Id y contad a Juan lo que habéis visto y oído: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan, se anuncia a los pobres la Buena Nueva; ¡y dichoso aquel que no se escandalice de mí!” (Lucas, 7,20-23; Mateo, 11, 3-6).

Cómo afectó esta entrevista a los discípulos de Juan, no lo sabemos; pero conocemos el elogio de Juan que salió de los labios de Jesús: “Cuando los mensajeros de Juan se alejaron, se puso a hablar de Juan a la gente: ¿Qué salisteis a ver en el desierto? ¿Una caña agitada por el viento?” Todos sabían muy bien por qué Juan estaba en prisión, y que en su cautividad era más que nunca el campeón impávido de la verdad y la virtud. -“¿Qué salisteis a ver, si no? ¿Un hombre vestido con ropas elegantes? Los que visten magníficamente y viven con molicie están en los palacios. Entonces, ¿qué salisteis a ver? ¿Un profeta? Sí, os lo aseguro, y más que un profeta. Este es de quien está escrito: He aquí que yo envío mi mensajero delante de ti, el cual te preparará por delante el camino. Os digo: Entre los nacidos de mujer no hay ninguno más grande que Juan el Bautista” (Lucas, 7, 24-28). Y a continuación, Jesús señaló la inconsistencia del mundo en sus opiniones tanto sobre él como sobre su precursor: “Ha venido Juan el Bautista, que no comía pan ni bebía vino, y decís: Tiene un demonio. Ha venido el Hijo del hombre, que come y bebe, y decís: Ahí tenéis a un comilón y un borracho, amigo de publicanos y pecadores. Y la sabiduría se ha acreditado por todos sus hijos” (Lucas, 7, 33-35).

San Juan languideció probablemente durante algún tiempo en la fortaleza de Maqueronte, pero la ira de Herodías, a diferencia de la de Herodes, nunca disminuyó: aguardaba su oportunidad. Esta llegó en la fiesta de cumpleaños que Herodes, según la moda romana, dio a los “magnates, a los tribunos, y a los principales de Galilea. Entró la hija de la misma Herodías [Josefo da su nombre: Salomé], danzó, y gustó mucho a Herodes y a los comensales. El rey dijo entonces a la muchacha: Pídeme lo que quieras y te lo daré…Salió la muchacha y preguntó a su madre: ¿Qué voy a pedir? Y ella le contestó: La cabeza de Juan el Bautista. Entrando al punto apresuradamente adonde estaba el rey, le pidió: Quiero que ahora mismo me des, en una bandeja, la cabeza de Juan el Bautista. El rey se llenó de tristeza, pero no quiso desairarla a causa del juramento y de los comensales. Y al instante mandó el rey a uno de su guardia, con orden de traerle la cabeza de Juan… y se la dio a la muchacha, y la muchacha se la dio a su madre” (Marcos, 6, 21-28). Así ocurrió que la muerte del más grande “entre los nacidos de mujer” fue el premio otorgado a una bailarina, el peaje exigido por un juramento imprudente, criminalmente mantenido (San Agustín). Incluso los judíos se conmovieron por una ejecución tan injustificable, y atribuyeron a la venganza divina la derrota sufrida después por Herodes a manos de Aretas, su legítimo suegro (Josefo, loc. cit). Los discípulos de Juan, al enterarse de su muerte, “vinieron a recoger el cuerpo y le dieron sepultura” (Marcos, 6, 29), “luego fueron a informar a Jesús” (Mateo, 14, 12).

La duradera impresión dejada por el Precursor sobre los que estuvieron bajo su influencia no se puede ilustrar mejor que mencionando el temor que sobrecogió a Herodes cuando oyó las maravillas obradas por Jesús, quien, en su opinión, no era sino Juan el Bautista vuelto a la vida (Mateo, 14, 1,2,etc.). La influencia del Precursor no murió con él. Fue de largo alcance, además, como sabemos por Hechos,18, 25; 19, 3, donde encontramos que prosélitos en Éfeso habían recibido de Apolo y otros el bautismo de Juan. Además los primeros autores cristianos hablan de una secta que tomaba su nombre de Juan y se atenía sólo a su bautismo. La fecha asignada en los calendarios litúrgicos a la muerte de Juan el Bautista, 29 de Agosto, apenas se puede considerar fiable, porque no se basa casi en documentos dignos de confianza. El lugar de su sepultura ha sido fijado por una antigua tradición en Sebaste (Samaria). Pero si hay algo de verdad en la afirmación de Josefo, de que Juan fue ejecutado en Maqueronte, es difícil comprender por qué fue enterrado tan lejos de la fortaleza herodiana. Aun así, es perfectamente posible que, en una fecha posterior que nos es desconocida, sus sagrados restos fueran llevados a Sebaste. En cualquier caso, hacia mediados del Siglo IV, su tumba era venerada allí, como sabemos por el testimonio de Rufino y Teodoreto. Estos autores añaden que el santuario fue profanado en tiempos de Juliano el Apóstata (hacia el año 362), siendo parcialmente quemados los huesos. Una parte de las reliquias rescatadas fueron llevadas a Jerusalén, luego a Alejandría; y allí, el 27 de Mayo de 395, estas reliquias fueron depositadas en la magnífica basílica ahora dedicada al Precursor en el sitio del otrora famoso templo de Serapis. La tumba de Sebaste continuó, no obstante, siendo visitada por piadosos peregrinos, y San Jerónimo aporta testimonio de los milagros allí obrados. Tal vez algunas de las reliquias fueron devueltas a Sebaste. Otras partes en diferentes épocas lograron llegar a muchos santuarios del mundo cristiano, y es larga la lista de iglesias que afirman poseer una parte del preciado tesoro. Lo que sucedió con la cabeza del Precursor es difícil de determinar. Nicéforo (I, ix) y Metarastes dicen que Herodías la enterró en la fortaleza de Maqueronte; otros insisten en que fue enterrada en el palacio de Herodes en Jerusalén; allí fue encontrada durante el reinado de Constantino, y de allí secretamente llevada a Emesa, en Fenicia, dónde se ocultó, permaneciendo desconocido el lugar durante años, hasta que se manifestó por revelación en el año 453. En las muchas y discordantes informaciones relativas a esta reliquia, predomina por desgracia mucha inseguridad; las discrepancias en casi todos los puntos hacen el problema tan intrincado como para impedir una solución. Esta insigne reliquia, en todo o en parte, es reclamada por varias iglesias, entre ellas Amiens, Nemours, St.Jean d’Angeli (Francia), San Silvestro in Capite (Roma). Este hecho lo retrotrae Tillemont a una confusión de un San Juan por otro, una explicación que, en algunos casos, parece estar fundada sobre buenas bases y justifica esta multiplicación, de otra forma problemática, de reliquias.

La veneración tributada desde tan temprano y en tantos lugares a las reliquias de San Juan Bautista, el celo con el que muchas iglesias han sostenido en todas las épocas sus infundadas pretensiones a algunas de sus reliquias, las innumerables iglesias, abadías, ciudades y familias religiosas colocadas bajo su patronato, la frecuencia de su nombre entre la gente cristiana, todo atestigua la antigüedad y extensa difusión de la devoción al Precursor. La conmemoración de su nacimiento es una de las fiestas más antiguas, si no la más antigua, introducida tanto en la liturgia griega como en la latina para venerar a un santo. Pero, ¿por qué es la fiesta propia, como lo fue, de San Juan el día de su nacimiento, mientras que en los demás santos es el día de su muerte? Porque se entiende que el nacimiento de quien, a diferencia del resto, estaba “lleno del Espíritu Santo desde el seno de su madre”, debe ser señalado como un día de triunfo. La celebración de la Degollación de San Juan Bautista, el 29 de Agosto, disfruta casi de la misma antigüedad. Encontramos también en los martirologios más antiguos mención de una fiesta de la Concepción del Precursor el 24 de Septiembre. Pero la celebración más solemne en honor de este santo fue siempre la de su Natividad, precedida hasta recientemente por un ayuno. Muchos lugares adoptaron la costumbre introducida por San Sabas de tener un doble oficio este día, como en el día de Navidad. El primer oficio, que pretendía significar el tiempo de la ley y los profetas que duraba hasta San Juan (Lucas, 16, 16), comenzaba a la puesta de sol, y se cantaba sin aleluya; el segundo, que significaba la celebración de la apertura del tiempo de gracia, y se alegraba con el canto del aleluya, se celebraba durante la noche. La similitud de la fiesta de San Juan con la de Navidad se llevaba más lejos, pues otra característica del 24 de Junio era la celebración de tres misas: la primera, a altas horas de la noche, recordaba su misión de Precursor; la segunda, al amanecer, conmemoraba el bautismo que él confería; y la tercera, a la hora de tercia, veneraba su santidad. Toda la liturgia del día, repetidamente enriquecida por las añadiduras de varios Papas, era comparable en evocación y belleza a la liturgia de Navidad. Tan sagrado se juzgaba el día de San Juan que dos ejércitos rivales, habiéndose encontrado frente a frente un 23 de Junio, de común acuerdo aplazaron la batalla hasta el día siguiente de la fiesta (Batalla de Fontenay, 841). “La alegría, que es la característica del día, irradiaba de los recintos sagrados. Las agradables noches de verano, en la octava de San Juan, daban libre campo a un despliegue popular de alegre fe entre las diversas nacionalidades. Apenas los últimos rayos del sol poniente se apagaban cuando, por todo el mundo, inmensas columnas de llamas surgían de todas las cimas de las montañas, y en un instante, toda ciudad, pueblo, y aldea se iluminaba” (Guéranger). La costumbre de las “hogueras de San Juan”, sea cual sea su origen, permanece hasta ahora en ciertas regiones.

Aparte de los Evangelios y los consiguientes comentarios, JOSEFO y las muchas Vidas de Cristo, EUSEBIO, Hist Eccl. I,xi; Acta pour servir a l’histoire eccles., I (Bruselas, 1732), 36-47 ; notas pags.210-222 ; HOTTINGER, Historia Orientalis (Zurich, 1660), 144-149 ; PACIANDI, De cultu J.Baptiste en Antiq. Christ., III (Roma, 1755); LEOPOLD, Johannes der Taufer (Lubeck, 1838); CHIARAMONTE, Vita de San Giovanni Battista (Turín, 1892) YESTIVEL, San Juan Bautista (Madrid, 1909).

CHARLES L. SOUVAY Transcrito por Thomas M. Barrett Dedicado a las procesiones de Navidad de Rickreall, Oregon (USA) Traducido por Francisco Vázquez

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