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San Francisco de Asís

Se celebra el día 04 de Octubre

Fundador de la Orden Franciscana, nació en Asís, en la Umbría, en 1181 o 1182- no se tiene un dato exacto. Allí mismo murió, el 3 de octubre de 1226.

Su padre, Pietro Bernardone, fue un rico mercader de telas de Asís. De su madre, Pica, poco se sabe, pero se dice de ella que perteneció a una familia noble de Provenza. Francisco fue uno de varios hijos. La leyenda que dice que él nació en un pesebre data apenas del siglo quince y parece haberse originado por el deseo de varios escritores de hacer que su vida se pareciese a la de Cristo. En su bautismo el santo recibió el nombre de Juan, mismo que su padre cambió después por el de Francesco, a causa de su cariño por Francia, a donde sus negocios lo habían llevado en la época del nacimiento de su hijo. Como quiera que haya sido, el cambio de nombre ocurrió durante su infancia y no tuvo nada que ver con su aptitud para aprender francés, como algunos pensaron. Francisco recibió alguna educación elemental de parte de los sacerdotes del templo de San Jorge en Asís, aunque quizás aprendió más en la escuela de los Trovadores, quienes en ese tiempo pugnaban por el refinamiento italiano. Una cosa es segura, él no era muy estudioso y su educación literaria nunca se completó. A pesar de que trabajó con su padre en el comercio, nunca mostró gran interés por la carrera mercantil, y parece que sus padres le consentían todos sus caprichos. Tomás de Celano, su primer biógrafo, habla de la juventud de Francisco en términos muy severos. Ciertamente la primera parte de la vida del santo no vaticinaba los años dorados que estaban por venir. Nadie disfrutaba más del placer que Francisco. Muy simpático, cantaba alegremente, y gustaba de lucir buena ropa. Bien parecido, jovial, audaz, bien educado, pronto se convirtió en el favorito de los jóvenes nobles de Asís, el más aventajado en toda actividad marcial, líder de las parrandas, el auténtico rey de la diversión. Pero con todo, desde entonces ya mostraba una innata compasión por los pobres. Aunque despilfarraba el dinero, de algún modo éste siempre fluía de modo que testimoniaba una magnanimidad de espíritu digna de un príncipe.Cuando rondaba los veinte años, Francisco salió con sus paisanos a pelear contra los habitantes de Perusa, en uno de tantos combates tan frecuentes entre ciudades rivales de aquel tiempo. En esa ocasión En esa ocasión fueron derrotados los soldados de Asís, y Francisco, que se contaba entre los que fueron capturados, estuvo en cautividad en Perusa por más de un año. Una fiebre que lo afectó en ese lugar parece que lo hizo orientar sus pensamientos hacia las cosas eternas. Durante la larga enfermedad, por lo menos el vacío de la vida que había llevado hasta entonces se le hizo patente. A pesar de ello, en cuanto sanó, se despertó su sed de gloria y su fantasía volvió a vagar en busca de nuevas victorias. Al fin, decidió abrazar la carrera militar y todo parecía favorecer tales aspiraciones. Un caballero de Asís, Walter de Brienne, quien había tomado las armas contra el emperador en los Estados napolitanos, estaba por alistarse en “la cuenta noble” y Francisco hizo todos los arreglos para unirse a él. Los biógrafos nos dicen que la noche anterior a partir Francisco tuvo un extraño sueño en el que él veía un gran salón lleno de armaduras marcadas que tenían la insignia de la Cruz. “Estas”- dijo una voz- “son para ti y tus jóvenes soldados”. “Ahora sé que seré un gran príncipe” exclamó exaltado Francisco, mientras se ponía en camino hacia Apulia. Pero una segunda enfermedad detuvo su camino en Espoleto. Se narra que fue ahí donde Francisco tuvo otro sueño en el que se le ordenó volver a Asís, cosa que cumplió inmediatamente. Era el año 1205. A pesar de que Francisco aún se unía a veces a las ruidosas fiestas de sus antiguos camaradas, la diferencia de su actitud claramente mostraba que su corazón ya no estaba del todo con ellos. Una especie de añoranza acerca de la vida del espíritu lo tenía poseído. Los compañeros hacían burla de él por andar en las nubes y le preguntaban si andaba pensando en casarse. “Sí”- les respondía- “estoy por tomar una esposa de insuperable hermosura”. Ella era nada menos que la Dama Pobreza, a quien tanto Dante como Giotto han unido inseparablemente a su nombre, y a quien él ya había comenzado a amar. Luego de un corto período de incertidumbre empezó a buscar una respuesta a su llamado en la oración y la soledad.] Ya había dejado de lado totalmente su ropa llamativa y sus despilfarros. Cierto día, mientras cruzaba las planicies de Umbría en su caballo, Francisco llegó inesperadamente cerca de un pobre leproso. La súbita aparición de tan repulsiva visión lo llenó de náusea e instintivamente dio marcha atrás, pero habiendo controlado su rechazo natural, desmontó, abrazó al pobre hombre y le dio todo el dinero que traía. Por ese tiempo, Francisco realizó una peregrinación a Roma. La vista de las pobres limosnas que se depositaban en la tumba de San Pedro lo mortificó tanto que ahí mismo vació toda su bolsa. Y enseguida, como para poner a prueba su carácter quisquilloso, intercambió sus ropas con un andrajoso mendigo y durante el resto del día guardó ayuno entre la horda de limosneros a un lado de la puerta de la basílica. Poco después de su regreso a Asís, al estar en oración ante un antiguo crucifijo en la olvidada capilla de San Anselmo, camino abajo desde el poblado, escuchó una voz que le decía: “Ve, Francisco, y repara mi casa que, como puedes ver, está en ruinas”. Él entendió la llamada literalmente, como si se refirieran a la ruinosa iglesia en la que estaba arrodillado. Fue al taller de su padre, tomó un montón de telas de colores, montó su caballo y se dirigió apresurado a Foligno, por entonces una plaza mercantil de cierta importancia, donde vendió tanto las telas como el caballo para obtener el dinero necesario para restaurar San Damián. Sin embargo, cuando el pobre sacerdote que celebraba ahí se rehusó a recibir un dinero adquirido de tal modo, Francisco se lo arrojó en forma desdeñosa. El viejo Bernardone, un hombre muy tacaño, se puso inmensamente furioso por la conducta de su hijo y Francisco, para evitar la ira de su padre, se escondió en una cueva cercana a San Damián durante todo un mes. Cuando salió de su escondite y volvió al pueblo, mugriento y enflaquecido por el hambre, una turba escandalosa lo seguía, arrojándole lodo y piedras y burlándose de él como de un loco. Finalmente su padre lo arrastró a casa, lo golpeó, lo ató y lo encerró en una alacena obscura. Liberado por su madre durante una ausencia de Benardone, Francisco volvió inmediatamente a San Damián, donde buscó asilo con el sacerdote. Pronto fue citado por su padre ante el consejo de la ciudad. El padre, no contento con haber recuperado el oro desparramado en el piso de San Damián, buscaba obligar a su hijo a renunciar a su herencia. Francisco aceptó à9sto de muy buen grado, pero declaró que, dado que él se había puesto al servicio de Dios, ya no estaba bajo la jurisdicción civil. Llevado a la presencia del arzobispo, Francisco se quitó incluso la ropa que traía puesta, y entregándola a su padre, dijo: “Hasta hoy te he llamado padre en la tierra. De ahora en adelante yo sólo deseo decir “Padre Nuestro que estás en los cielos”. Como canta Dante, “ahí y entonces” se celebraron las nupcias de Francisco con su amada esposa, la Dama Pobreza, bajo cuyo nombre, y en el lenguaje místico que después le fue tan familiar, él comprendía el abandono total de los bienes terrenales, honores y privilegios. Y entonces Francisco se puso en camino a las colinas en la parte posterior de Asís, improvisando himnos al caminar. “Soy el heraldo del Gran Rey”, declaró como respuesta a unos bandidos que enseguida procedieron a despojarlo de lo que tenía y lo arrojaron despectivamente en la nieve. Desnudo y a medio congelar, Francisco se arrastró a un monasterio cercano en el que por un tiempo trabajó como galopín. En Gubbio, a donde viajó después, Francisco obtuvo como limosna de un amigo una túnica, un ceñidor y un bastón de peregrino. Vuelto a Asís, iba y venía por la ciudad pidiendo piedras para la restauración de San Damián. Llevaba éstas a la vieja capilla, las colocaba personalmente en su lugar y finalmente la reconstruyó. Del mismo modo Francisco restauró otras dos capillas abandonadas, San Pedro, a cierta distancia de la ciudad, y Santa María de los Ángeles, en la planicie camino abajo, en un punto llamado la Porciúncula. Mientras tanto, redoblaba su celo en trabajos de caridad, muy especialmente cuidando a los leprosos. Cierta mañana de 1208, probablemente el 24 de febrero, Francisco participaba en misa en la capilla de Santa María de los Ángeles, cerca de la que él se había construido una choza. El evangelio del día hablaba de cómo los discípulos de Cristo no deben poseer ni oro ni plata, ni viáticos para el viaje, ni dos túnicas, ni calzado, ni bastón, y que deberían exhortar a los pecadores al arrepentimiento y la penitencia, y anunciar el Reino de Dios. Francisco tomó esas palabras como si fueran dirigidas directamente a él, de tal modo que en cuanto terminó la misa abandonó lo poco que le quedaba de bienes temporales: sus zapatos, la túnica, el cayado de peregrino y su bolsa vacía. Por fin había encontrado su vocación. Habiendo obtenido una áspera túnica de lana, de “color de bestia”, la ropa usada por los más pobres campesinos de Umbría, y atándose una cuerda anudada a la cintura, Francisco se puso inmediatamente en camino, exhortando a la gente del campo a la penitencia, al amor fraterno y la paz. La gente de Asís había ya cesado de mofarse de Francisco; ahora se detenían asombrados. Su ejemplo incluso atrajo a otros. Bernardo de Quintavalle, un magnate de la localidad, fue el primero que se unió a Francisco. Pronto fue seguido por Pedro Cataneo, un renombrado canónigo de la catedral. Con verdadero espíritu de entusiasmo religioso Francisco reparó la iglesia de San Nicolás y buscó allí descubrir la voluntad de Dios acerca de ellos abriendo tres veces al azar el libro de los evangelios sobre el altar. Cada vez aparecieron pasajes en los que Cristo les decía a sus discípulos que debían dejar todo y seguirlo. “Esta será nuestra regla de vida”, exclamó Francisco, y condujo a sus compañeros a la plaza pública, donde ellos entregaron todas sus pertenencias a los pobres. Luego consiguieron hábitos ásperos como el de Francisco, y se construyeron pequeñas chozas cercanas a la de él en la Porciúncula. Pocos días después, Giles, quien posteriormente se habría de convertir en el gran contemplativo y pronunciador de “buenas palabras”, fue el tercer seguidor de Francisco. La pequeña banda se dividió y marchó, de dos en dos, causando tal impresión por sus palabras y conducta que antes que pasara mucho tiempo varios otros discípulos se agruparon en torno a Francisco, ansiosos de participar en su pobreza. Entre ellos estaba Sabatino, “vir bonus et justus”, Moricus, quien había pertenecido a los crucígeros, Juan de Capella, quien posteriormente abandonó, Felipe, el “Largo”, y cuatro más de quienes sólo sabemos los nombres. Cuando el número de sus compañeros había crecido hasta once, Francisco consideró conveniente escribir una regla para ellos. Esa primera regla, como se le conoce, de los frailes menores no nos ha llegado en su forma original. Parece que era muy breve y simple, una mera adaptación de los preceptos evangélicos que previamente Francisco había seleccionado para la guía de sus primeros compañeros, y que él deseaba practicar perfectamente. Una vez redactada la regla, los Penitentes de Asís, como se llamaban a si mismos Francisco y sus seguidores, marcharon a Roma a buscar la aprobación de la Santa Sede, aunque en ese entonces no era obligatoria aún esa aprobación. Hay varias versiones acerca de la recepción que Inocencio III dio a Francisco. Lo que se cuenta es que Guido, obispo de Asís, quien estaba en Roma por entonces, recomendó a Francisco con el cardenal Juan de San Pablo y que, a instancias de este último, el Papa llamó al santo, cuyas primeras exposiciones, según parece, había rechazado con cierta grosería. Más aún, en vez de las siniestras predicciones de otros en el colegio cardenalicio, quienes veían el modo de vida propuesto por Francisco como inseguro e impracticable, Inocencio, movido, según cuentan, por un sueño que tuvo en el que vio al Pobre de Asís sosteniendo una tambaleante basílica de Letrán, dio una autorización verbal a la regla presentada por Francisco y concedió al santo y a sus compañeros salir a predicar el arrepentimiento en todas partes. Antes de partir de Roma todos ellos recibieron la tonsura eclesiástica, y Francisco fue ordenado diácono posteriormente.

Luego de su retorno a Asís, los Frailes Menores, que así había llamado Francisco a sus hermanos- por los minores, o clases inferiores, como algunos piensan, o en referencia al Evangelio (Mateo 25, 40-45), como otros creen, y para perpetuo recuerdo de su humildad- encontraron cobijo en una choza abandonada en Rivo Torto, en la planicie colina abajo desde la ciudad. Pero fueron forzados a abandonar ese aposento por un rudo campesino que les echó encima su mula. Alrededor del año 1211 obtuvieron una base permanente cerca de Asís, gracias a la generosidad de los benedictinos de Monte Subasio, quienes les dieron la pequeña capilla de Santa María de los Ángeles en la Porciúncula. El convento franciscano se formó en cuanto se levantaron unas cuantas chozas pequeñas de paja y lodo, cercadas por una valla, a un costado del humilde santuario que ya desde antes era el preferido de Francisco. De este establecimiento, que se convirtió en la cuna de la Orden Franciscana (Caput et Mater Ordinis) y el punto central de la vida de San Francisco, los frailes menores salían de dos en dos exhortando a la gente de los alrededores. Igual que niños “sin cuidado por el día”, iban de lugar en lugar cantando su gozo, llamándose trovadores del Señor. Su claustro era el ancho mundo; dormían en pajares, grutas, pórticos de iglesias, y trabajaban al lado de los operarios de los campos. Cuando no les daban trabajo, mendigaban. En poco tiempo Francisco y sus compañeros llegaron a tener una influencia enorme, de modo que varones de toda clase social y forma de pensar pedían ser admitidos a la orden. Entre los nuevos reclutas de esa época estaban los famosos Tres Compañeros, quienes posteriormente escribieron su vida, a saber: Angelus Tancredi, un caballero noble, León, el secretario y confesor del santo, y Rufino, primo de Santa Clara. Además, Junípero, el afamado “juglar del Señor”.

En la cuaresma de 1212 tuvo Francisco un nuevo gozo, tan grande como inesperado. Clara, una joven rica de Asís, movida por la predicación del santo en la iglesia de San Jorge, lo buscó y le solicitó que le permitiera abrazar la nueva forma de vida que él había fundado. Por consejo suyo, Clara, que a la sazón tenía apenas dieciocho años, dejó en secreto la casa de su padre la noche siguiente al Domingo de Ramos, y acompañada de dos amigas se dirigió a la Porciúncula, donde los frailes le salieron al encuentro en procesión, con antorchas. Enseguida, habiéndole cortado el cabello, Francisco le puso el hábito de los menores y de ese modo la recibió en la vida de pobreza, penitencia y retiro. Clara permaneció provisionalmente con unas monjas benedictinas cerca de Asís hasta que Francisco logró encontrar un lugar adecuado para ella y para Santa Inés, su hermana, y las demás vírgenes piadosas que se habían unido a ella. Finalmente las estableció en San Damián, en una habitación adjunta a la capilla que él había reconstruido con sus propias manos y que había sido donada al santo por los Benedictinos como morada para sus hijas espirituales. Esa casa se convirtió así en el primer monasterio de la Segunda Orden Franciscana de las Damas Pobres, conocidas hoy día como Clarisas Pobres. En el otoño del mismo año (1212) el ardiente deseo de Francisco de convertir a los sarracenos lo llevó a embarcarse hacia Siria, pero habiendo encallado en la costa de Eslavonia hubo de volver a Ancona. La primavera siguiente se dedicó a evangelizar la Italia central. Por ese entonces (1213) Francisco recibió del Conde Orlando de Chiusi la montaña de La Verna, un aislado picacho en medio de los Apeninos toscanos que se levanta unos 1000 metros sobre el Valle de Casentino, para que sirviera de retiro, “especialmente favorable para la contemplación”. Ahí se podía retirar de tiempo en tiempo a orar y descansar. Francisco nunca separó la vida contemplativa de la activa, de lo que dan testimonio los varios eremitorios asociados con su recuerdo y las prístinas reglas que él escribió para quienes los habitaban. Por lo menos en una ocasión parece haber dominado al santo el deseo de dedicarse totalmente a la vida contemplativa. En algún momento del año siguiente (1214) Francisco se dirigió a Marruecos, en otro intento más de llegar a los infieles y de, si fuera necesario, derramar su sangre por el Evangelio, pero estando en España fue atacado por una enfermedad tan severa que se vio obligado a tornar de nuevo a Italia.

Desafortunadamente nos faltan detalles auténticos del viaje de Francisco a España y de su estancia en ella. Probablemente tuvo lugar en el invierno del 1214-1215. Luego de su regreso a Umbría recibió en la orden a varios hombres nobles y letrados, incluso a quien iba a ser posteriormente su biógrafo, Tomás de Celano. Los siguientes dieciocho meses abarcan lo que se puede considerar el período más oscuro de la vida del santo. No se sabe a ciencia cierta si participó en el Concilio de Letrán, en 1215; pudo haber sido. Sabemos por Eccleston, sin embargo, que Francisco sí estuvo presente a la muerte de Inocencio II, acaecida en la Perusa, en julio de 1216. Breve tiempo después, o sea, en los inicios del pontificado de Honorio III, se concedió la famosa indulgencia de la Porciúncula. Se cuenta que, una vez, mientras Francisco oraba en la Porciúncula, Cristo se le apareció y le ofreció cumplirle cualquier favor que le pidiera. La salvación de las almas era la procuración constante de la oración de Francisco y, deseando hacer de su amada Porciúncula un santuario donde muchas de ellas encontraran la salvación, solicitó una indulgencia plenaria para aquellos que, habiendo confesado sus pecados, visitaran la pequeña capilla. Nuestro Señor concedió su deseo con la condición que el Papa ratificara la indulgencia. De modo que Francisco salió hacia Perusa con el Hermano Maseo, a entrevistarse con Honorio III. Este último, a pesar de cierta oposición de la Curia ante favor tan poco común, concedió la indulgencia. Pero la restringió, sin embargo, a un día al año. Posteriormente fijó el 2 de agosto, a perpetuidad, como el día en que debía ganarse la Indulgencia Porciúncula, comúnmente conocida en Italia como il perdono d’Assisi. Eso es lo que dice la tradición. Pero el hecho de que no exista mención de esa indulgencia ni en los archivos papales ni en los diocesanos, ni tampoco la menor alusión a ella en las primeras biografías de Francisco o en documentos contemporáneos, ha llevado a algunos escritores a rechazarla. Tal argumentum ex silentio fue rebatido, sin embargo, por M. Paul Sabatier, quien en su edición crítica del “Tractatus de Indulgentia” de Fray Bartholi (vea BARTHOLI, FRANCESCO DELLA ROSSA) ha aportado todo lo que puede ser considerado como evidencia realmente confiable en su favor. Pero aún aquellos que consideran la concesión de la indulgencia como un dato histórico sustentable en el que se creía tradicionalmente admiten la falta de certeza de la primera narración. (Vea PORCIUNCULA)

En mayo de 1217 se llevó a cabo el primer capítulo general de los Frailes Menores, en la Porciúncula, teniendo la orden dividida en provincias y el mundo cristiano en igual número de misiones franciscanas. Toscania, Lombardía, Provenza, España y Alemania fueron asignadas a cinco de los principales seguidores de Francisco. El santo se reservó Francia, y de hecho tomó rumbo hacia ese país, pero al llegar a Florencia fue persuadido por el cardenal Ugolino, quien había sido nombrado protector de la orden en 1216, para que no siguiera. En su lugar, por tanto, envió Francisco a su utilísimo hermano Pacífico, reconocido en el siglo como poeta, junto con el Hermano Agnello, quien más adelante estableció los Frailes Menores en Inglaterra. Aunque Francisco y sus frailes tuvieron gran éxito, con él también llegó la oposición. Para tratar de corregir cualquier prejuicio que la Curia pudiera haber albergado sobre sus métodos, Francisco, por insistencia del Cardenal Ugolino, fue a Roma y predicó ante el Papa y los cardenales en Letrán. La visita, que tuvo lugar entre 1217 y 1218, fue al parecer la ocasión del memorable encuentro entre Francisco y Santo Domingo. Francisco dedicó el año 1218 a viajes misioneros en Italia, que constituyeron un triunfo para él. Generalmente predicaba a la intemperie, en los mercados, desde las escalinatas de las iglesias, de los muros de los patios del algún castillo. Atraídos por la magia de su presencia, las multitudes, admiradas por lo desacostumbrado de una predicación popular en el idioma del pueblo, seguían a Francisco de lugar en lugar, pendientes de sus labios; las campanas de las iglesias repicaban para anunciar su llegada; procesiones del clero con la gente salían a recibirlo con música y cantos; sacaban a sus enfermos para que los bendijera y sanara, y besaban hasta el suelo donde él caminaba, e incluso intentaban cortar trozos de su túnica. Al extraordinario entusiasmo con el que el santo era bienvenido en todas partes sólo se equiparaba el resultado inmediato y visible de su predicación. Sus exhortaciones, que difícilmente pueden ser llamados sermones: cortas, hogareñas, afectivas y patéticas, movían aún al más frívolo y endurecido. Como resultado, Francisco se convirtió en un verdadero conquistador de almas. Una vez aconteció que, mientras el santo estaba predicando en Camara, un pueblecillo cerca de Asís, la multitud fue motivada de tal modo por sus “palabras de espíritu y vida” que se presentaron a él como una sola persona y le rogaron que los admitiera en su orden. Para responder a tales solicitudes fue que Francisco creó la Tercera Orden de los Hermanos y Hermanas de la Penitencia, como se llama hoy día, que él veía como una especie de camino intermedio entre el claustro y el mundo para quienes no podían dejar su hogar o traicionar sus vocaciones para entrar en la Primera Orden de Frailes Menores o la Segunda Orden de las Damas Pobres. No hay duda que Francisco prescribió obligaciones específicas para esos terciarios. No debían portar armas, hacer juramentos, inmiscuirse en procesos legales, etc. Aunque se dice que diseñó una regla formal para ellos, también queda claro que dicha regla, que fue confirmada por Nicolás IV en 1289, al menos en la forma como nos ha llegado a nosotros, no representa la regla original de Los Hermanos y Hermanas de la Penitencia. De cualquier modo, ya es costumbre fijar la fecha de la fundación de la Tercera Orden en 1221, aunque se desconozca la fecha exacta con certeza.

Durante el segundo capítulo general (Mayo, 1219), decidido a llevar adelante su proyecto de evangelizar a los infieles, Francisco encargó una misión distinta a cada uno de sus discípulos más aventajados, y se reservó para si mismo el sitio de la guerra entre los cruzados y los sarracenos. Con once compañeros, que incluían al Hermano Iluminado y a Pedro de Cataneo, Francisco se embarcó en Ancona el 21 de junio, rumbo a San Juan de Acre, y estuvo presente durante el sitio y la toma de Damietta. Luego de predicar ahí ante las fuerzas cristianas, Francisco se pasó sin temor al campo de los infieles, donde fue tomado prisionero y llevado ante el sultán. Según el testimonio de Jacques de Vitry, quien estaba entre los cruzados en Damietta, el sultán recibió a Francisco cortésmente, pero fuera de haber obtenido del gobernante un trato más indulgente de los prisioneros cristianos, la predicación del santo no tuvo mayor efecto. Se cree que el santo, antes de retornar a Europa, visitó Palestina y obtuvo ahí para los frailes el derecho, que aún conservan, de ser los guardianes de los santos lugares. Lo que sí consta es que Francisco fue obligado a regresar de prisa a Italia a causa de varios problemas que se habían suscitado en su ausencia. Hasta Oriente le llegaron las noticias de que Mateo de Narni y Gregorio de Nápoles, los dos vicarios generales que él había dejado a cargo de la orden, habían convocado a un capítulo que, entre otras innovaciones, buscaba imponer a los frailes un ayuno mayor y más estricto que lo que la regla requería. Además, el Cardenal Ugolino había impuesto a las Damas Pobres una regla que era prácticamente igual a la de las benedictinas y el Hermano Felipe la había aceptado, siendo que a él lo había delegado Francisco para que cuidara de los intereses de las hermanas. Para empeorar las cosas, Juan de Capella, uno de los primeros compañeros del santo, había reunido un gran número de leprosos, hombres y mujeres, con la idea de formar con ellos una nueva orden religiosa y había partido a Roma para solicitar la aprobación de la regla que había escrito para esos pobres. Por último, se había esparcido el rumor de que Francisco había muerto, así que cuando llegó a Italia de regreso con el Hermano Elías- parece que desembarcó en Venecia en julio de 1220- los frailes se sumieron en un sentimiento general de inquietud. Aparte de esos problemas, la orden estaba pasando por un período de transición. Era evidente que las formas simples, familiares e informales que habían distinguido el movimiento franciscano en sus inicios, estaban desapareciendo gradualmente. La pobreza heroica que practicaban Francisco y sus compañeros al principio se volvía cada vez más difícil en la medida en que aumentaba el número de frailes. Al regresar, Francisco no pudo evita darse cuenta de todo eso. El Cardenal Ugolino se había dado a la tarea de “reconciliar inspiraciones tan faltas de reflexión y tan libres con un orden de cosas que ellas mismas habían sobrepasado”. Este notable varón, quien después ascendería al trono papal con el nombre de Gregorio IX, amaba profundamente a Francisco, a quien veneraba como santo y a quien, también, según nos cuentan algunos escritores, manejaba como a un fanático. Parece indiscutible que el Cardenal Ugolino tuvo mucho que ver con modelar los altos ideales de Francisco “dentro de cierto alcance y orientación”. Tampoco es difícil reconocer su mano en los importantes cambios realizados en la organización de la orden en el así llamado Capítulo de las Esteras. Se dice que en esa famosa asamblea, llevada a cabo en la Porciúncula de Whitsuntide, en 1220 ó 1221, (no hay mucho campo de duda referente a la fecha exacta y al número de los primeros capítulos), estaban presentes cerca de 5000 frailes, además de 500 postulantes de la orden. Chozas de paja y barro brindaron abrigo a esa multitud.

Deliberadamente Francisco había evitado hacer provisiones para ella, pero la caridad de los poblados vecinos les abasteció de alimento, al tiempo que caballeros y nobles les servían con gusto. Fue en esa ocasión que Francisco, indudablemente molesto y desanimado por la tendencia mostrada por un gran número de frailes a relajar los rigores de la regla según los dictados de la prudencia humana, y sintiéndose quizás fuera de lugar en una posición que demandaba cada vez más habilidades de organización, cedió su lugar como general de la orden a Pedro de Cataneo. Mas este último falleció en menos de un año, siendo sucedido como vicario general por el infeliz Hermano Elías (vea ELIAS DE CORTONA), quien continuó en ese puesto hasta la muerte de Francisco. Mientras tanto, el santo, durante los años de vida que le quedaban, buscó siempre dar a los frailes una impresión de lo que él pensaba que deberían ser a través de la silenciosa enseñanza del ejemplo personal. Ya en una ocasión, pasando por Bolonia a su regreso de Oriente, se había rehusado a entrar en un convento porque oyó que lo llamaban “la casa de los frailes” y porque se había instituido en él un institutum. Además, ordenó a todos los frailes que ahí vivían, incluso a los que estaban enfermos, que lo abandonaran inmediatamente y no fue sino hasta cierto tiempo después, cuando el Cardenal Ugolino hubo declarado que ese edificio era de su propiedad, que Francisco soportó que sus hermanos entraran en él de nuevo. Por más que las convicciones del santo fueran fuertes y definidas, y la línea de vida que adoptó fuera determinada, nunca se convirtió en esclavo de alguna teoría en lo concerniente a la observancia de la pobreza o de cualquier otra cosa. No había nada en él de estrechez de miras o de fanatismo. En lo tocante al estudio, Francisco sólo deseaba para sus frailes tanto conocimiento teológico como fuera necesario para la misión de la orden, que era ante todo una misión de ejemplo. De aquí que viera la acumulación de libros como un distanciamiento de la pobreza que los frailes profesaban, y resistió el deseo de simple erudición, tan popular en su tiempo, en la medida en que afectaba las raíces de la simplicidad que estaba tan hondamente enraizada en la esencia de su vida e ideal, y amenazaba sofocar el espíritu de oración, al que consideraba preferible sobre todo lo demás.

En 1221, nos cuentan algunos escritores, Francisco redactó una nueva regla para los Frailes Menores. Otros ven esta regla de 1221 no como una nueva regla sino como la primera que fue aprobada oralmente por Inocencio, no en su forma original, claro, porque ésta no ha llegado hasta nosotros, sino adicionada y modificada en el curso de doce años. Cualquiera que sea la verdad, la así llamada Regla de 1221 es totalmente distinta de cualquier otra regla que se haya elaborado. Era demasiado larga y vaga para ser una regla formal. Dos años después, Francisco se retiró a Fonte Colombo, un eremitorio cerca de Rieti, y reescribió la regla en una forma más compendiada. Confió el borrador de la regla revisada al Hermano Elías, quien poco después confesó que lo había perdido por negligencia. Ante esa circunstancia, Francisco regresó a la soledad de Fonte Colombo y volvió a escribir la regla siguiendo las mismas líneas de la anterior, pero reduciendo sus 23 capítulos a 12, y modificando ciertos detalles de algunos de sus preceptos a instancias del Cardenal Ugolino. Fue en esta forma que la regla fue solemnemente aprobada por Honorio III, el 29 de noviembre de 1223 (Litt. “Solet annuere”). Esta Segunda Regla, como se le llama comúnmente, o Regula Bullata de los Frailes Menores, es la que desde entonces se ha profesado en la Primera Orden de San Francisco (vea SAN FRANCISCO, REGLA DE). Está basada en los tres votos de obediencia, pobreza y castidad, con un énfasis especial en la pobreza, la que Francisco quiso que fuera la característica de su orden, y que se convirtió en el signo de contradicción. Este voto de pobreza absoluta en la primera y segunda órdenes y la reconciliación de lo religioso con el estado secular en la Tercera Orden de Penitencia son las principales novedades introducidas por Francisco en la regulación monástica.

Fue durante la Navidad de ese año (1223) que el santo concibió la idea de celebrar dicha fiesta en “una forma nueva”, reproduciendo el Nacimiento de Belén en un templo de Greccio. De ese modo se convirtió en el iniciador de la devoción popular por el pesebre. La Navidad parece haber sido la fiesta favorita de Francisco y quiso persuadir al emperador de que hiciera una ley para obligar a los ciudadanos a cuidar bien de las aves y de las bestias, igual que de los pobres, de modo que todos tuvieran ocasión de regocijarse en el Señor. A principios de agosto de 1224, Francisco se retiró con tres compañeros a “esa áspera roca entre Tiber y Arno”, como Dante llamó La Verna, para ayunar cuarenta días en preparación de la fiesta de San Miguel. Durante el retiro los sufrimientos de Cristo se convirtieron más que nunca en el tema de sus meditaciones. En pocas almas, quizás, ha llegado a penetrar tan profundamente el significado total de la Pasión. Fue durante, o cerca de, la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz (14 de septiembre), mientras oraba en la ladera de la montaña, que tuvo la maravillosa visión del serafín, cuya secuela fue la aparición en su cuerpo de las señales visibles de las cinco heridas del Crucificado que, dice uno de los primeros escritores, ya tenían tiempo de haber sido impresas en su corazón.

El Hermano León, quien estaba con Francisco cuando éste recibió los estigmas, nos ha dejado en su nota a la bendición autógrafa del santo que se conserva en Asís una narración simple y clara del milagro que, por otro lado, fue mejor atestiguado que muchos otros acontecimientos históricos. Describe el costado derecho del santo como mostrando una herida abierta que se veía como si hubiera sido hecha por una lanza, mientras que sus manos y pies estaban atravesados por clavos negros de carne cuyas puntas estaban doblados hacia atrás. Después de recibir los estigmas Francisco sufrió dolores cada vez mayores en todo su cuerpo frágil, ya de por sí debilitado por la continua mortificación. Siendo condescendiente con las flaquezas de los demás, se trataba tan duramente a si mismo que, al final, se vio obligado a pedir perdón al “Hermano Asno”, como él llamaba su cuerpo, por haberlo tratado tan malamente. Desgastado como estaba Francisco entonces por dieciocho años de trabajos incansables, su fuerza dio de si completamente, y a veces su vista fallaba de tal modo que se quedaba casi ciego. Durante un acceso de angustia, Francisco visitó a Santa Clara en San Damián y fue en esa pequeña choza de varas, construida para él en el jardín, que el santo compuso el “Cántico del Sol”, en el que su genio poético se explayó tan gloriosamente. Esto sucedió en septiembre de 1225. No mucho después, ante la insistencia del Hermano Elías, Francisco se sometió a una infructuosa operación de los ojos en Rieti. Parece ser que pasó el invierno de 1225-1226 en Siena a donde había sido llevado para ulterior tratamiento médico. En abril del 1226, durante un período de mejora, Francisco fue trasladado a Cortona y se cree que fue allí, mientras descansaba en el eremitorio de Celle, que dictó su testamento, el cual él mismo describe como “un recordatorio, una advertencia y una exhortación”. En ese emotivo documento, escrito desde la plenitud de su corazón, Francisco urge de nueva cuenta con su simple elocuencia los pocos pero claramente definidos principios que debían guiar a sus seguidores: implícita obediencia a los superiores que representan a Dios, observancia literal de la “regla sin pulimento”, en especial en lo referente a la pobreza, y la obligación de realizar trabajo manual, todo lo cual debería ser solemnemente aceptado por los frailes. Entretanto se le habían desarrollado síntomas alarmantes de hidropesía, de modo que fue casi en condiciones mortales que Francisco partió a Asàds. La pequeña caravana que lo acompañaba hizo un rodeo pues creían que si tomaban la ruta directa los insolentes habitantes de Perusa podrían tratar de raptar a Francisco para que muriera en su ciudad y poder así apropiarse de sus preciosas reliquias. Fue de ese modo que finalmente, en julio de 1226 y bajo una fuerte guardia, Francisco llegó a salvo al palacio arzobispal de su ciudad natal entre el entusiasmo de todo el populacho. A principios del otoño, como Francisco sentía sobre si la mano de la muerte, fue llevado a su amada Porciúncula, para que pudiera exhalar su último aliento en el sitio en el que se le había revelado su vocación y donde su orden había visto la luz. A medio camino pidió que se le bajara de la litera y, con doloroso esfuerzo invocó una hermosa bendición sobre un Asís al que sus ojos ya no podían distinguir. El santo pasó sus últimos días en una pequeña choza en la Porciúncula, cerca de la capilla que funcionaba como enfermería. La llegada por esos días de la señora Jacoba de Settesoli, quien había llegado con sus dos hijos y un gran acompañamiento a decirle adiós a Francisco, causó algo de consternación porque se prohibía la entrada de mujeres al convento. Pero Francisco, en tierna gratitud a esta dama romana, hizo una excepción para ella, y “el Hermano Jacoba”, como él la llamaba por razón de su fortaleza, se quedó hasta el final. La víspera de su muerte, el santo, a imitación de su maestro, pidió que le llevaran pan y lo partieran. Luego lo distribuyó entre los presentes, bendiciendo a Bernardo de Quintaville, su primer compañero, a Elías, su vicario, y a todos los demás de la orden. “He hecho mi parte”- dijo en seguida- “espero que Cristo les enseñe a hacer la suya”.

Posteriormente, deseoso de dejar una última señal de desprendimiento y para mostrar que ya no tenía nada en común con el mundo, Francisco se quitó su pobre hábito y se postró sobre el piso, cubierto con una ropa prestada, feliz de haber sido fiel a su “Dama Pobreza” hasta el final. Luego de un momento pidió que le leyeran la pasión según San Juan, concluido lo cual él procedió a cantar el salmo CXLI con voz desfalleciente. Al llegar al versículo final, “Libera mi alma de la prisión”, Francisco fue llevado de este mundo por la “Hermana Muerte”, en alabanza de la cual él había poco antes añadido una nueva estrofa a su “Cántico del Sol”. Era la tarde del sábado 3 de octubre de 1226. Francisco contaba cuarenta y cinco años de edad y era aquél el año veinte de su perfecta conversión a Cristo.

Se cuenta que el santo, en su humildad, había expresado el deseo de ser enterrado en la Colle d’Inferno, una despreciada colina en las afueras de Asís, en la que se ejecutaba a los criminales. Como quiera que haya sido, el día 4 de octubre su cuerpo fue llevado en procesión triunfante a la ciudad, con una parada en San Damián para que Santa Clara y sus compañeras pudieran venerar los sagrados estigmas que ahora eran visibles para todos, y luego fue colocado provisionalmente en la iglesia de San Jorge (que se encuentra ahora dentro del claustro de Santa Clara), donde el santo había aprendido a leer y predicado por primera vez. Se conserva registro de muchos milagros sucedidos en su tumba. Francisco fue canonizado en San Jorge por Gregorio IX el 16 de julio de 1228. Al día siguiente el Papa puso la primera piedra de la grandiosa iglesia doble de San Francisco, erigida en honor del nuevo santo y a la que el Hermano Elías transportó secretamente los restos de Francisco el 25 de Mayo de 1230, para sepultarlo profundamente bajo el altar mayor de la nave inferior. Después de haber descansado allí por seis siglos, al igual que el de Santa Clara, el féretro de Francisco fue encontrado el 12 de diciembre de 1818, como resultado de una ardua búsqueda que se prolongó por 52 noches. El descubrimiento de los restos de Francisco se celebra en la orden con un oficio especial cada 12 de diciembre, y el de su translación con otro el día 25 de mayo. Su fiesta se celebra en la Iglesia Universal el 4 de octubre, y la conmemoración de la impresión de los estigmas el 17 de septiembre.

Se ha dicho con comprensible ternura que Francisco entró a la gloria durante el curso mismo de su vida, y que él es el único santo al cual todas las generaciones subsecuentes han estado de acuerdo en canonizar. Una cosa es cierta: aparte de esas personas que saben que el cristianismo es divino, incluso aquellos a los que interesa poco la orden fundada por él, o que albergan escasa simpatía por la Iglesia a la que él fue siempre devotamente fiel, casi instintivamente buscan una guía en el maravilloso Poverello de Umbría, e invocan su nombre en agradecido recuerdo a través de los siglos. Indudablemente que Francisco debe en gran parte su singular posición a su personalidad amable y encantadora. Pocos santos han exhalado el “buen aroma de Cristo” con tanta intensidad como él. En Francisco había, además, una caballerosidad y una poesía que daba a su extramundaneidad un cierto encanto romántico y una singular belleza. Otros santos fueron percibidos en vida como enteramente muertos al mundo, mientras que Francisco estuvo siempre en contacto con el espíritu de su época. Se deleitaba con las canciones provenzales, se regocijaba ante la recién adquirida libertad de su ciudad, y sentía un cariño especial por lo que Dante llama el agradable sonido de su amada tierra. El exquisito elemento humano que era parte del carácter de Francisco era la clave de su simpatía cautivadora. Ella puede ser llamada su don característico. Como dice un antiguo cronista, en su corazón encontraba refugio todo el mundo. De modo especial el pobre, el enfermo, el que había caído, constituían el objeto de su solicitud. Teniendo como tenía Francisco, nulo interés en los juicios del mundo sobre él, siempre fue muy cuidadoso de mostrar respeto por las opiniones de todos y de no ofender a nadie. De ahí que siempre advertía a sus frailes de utilizar mesas baratas, para que “si algún mendigo hubiese de sentarse junto a ellos pudiera sentir que estaba entre iguales y no sintiese vergüenza por su pobreza”.. Una noche, se nos narra, el convento se despertó a media noche a causa de un grito: “Me muero”. Francisco, levantándose, preguntó: “¿Quién eres y porqué mueres?“. “Me muero de hambre”, respondió la voz de uno que tenía tendencia a ayunar. Inmediatamente Francisco pidió que se pusiera una mesa, se sentó junto al hambriento fraile y, para que éste no sintiese pena de comer solo, ordenó a todos los hermanos que se unieran a la comida. La devoción de Francisco por consolar a los afligidos lo hicieron tan condescendiente que no tenía temor de morar con los leprosos en sus sucios lazaretos y de comer con ellos en el mismo plato. Pero, sobre todo, era su trato con aquellos que erraban lo que revelaba el verdadero espíritu cristiano de su caridad. “Más santo que cualquier santo” escribe Celano, “entre los pecadores era uno de ellos”. En una carta a cierto ministro de la orden, dice Francisco: “Si hubiera un hermano en el mundo que hubiese pecado, sin importar qué grande haya sido su culpa, no permitas que se vaya, después de haber visto tu rostro, sin mostrarle piedad. Y si él no busca misericordia, pregúntale si no la desea. Por eso conoceré si tú me amas a mí y a Dios”. Según la noción medieval de justicia el malhechor estaba más allá de la ley y no había necesidad de serle fiel. De acuerdo a Francisco no sólo se debía ser justo aún con los malhechores, sino que la justicia debía ser precedida por la cortesía como por un heraldo. La cortesía, indudablemente, en el concepto del santo, es la hermana menor de la caridad y una de las cualidades del mismo Dios, quien “por su cortesía”, según declara, “da su sol y su lluvia al justo y al injusto”. Francisco siempre trató de inculcar este hábito de cortesía entre sus discípulos. Escribe: “Quienquiera que venga a nosotros, sea amigo o enemigo, ladrón o bandido, debe ser recibido amablemente”, y la fiesta que preparó para el bandido hambriento en el bosque del Monte Casale bastan para mostrar que “él actuaba como enseñaba”. Incluso los animales encontraban en Francisco una amigo tierno y un protector. Lo encontramos arguyendo con la gente de Gubbio para que alimentara al fiero lobo que había devastado sus rebaños porque era “a causa del hambre” que el “Hermano Lobo” había hecho ese daño. Las primeras leyendas nos han legado una imagen idílica de cómo las bestias y las aves por igual, susceptibles al encanto de la gentileza de Francisco, entablaban amable compañía con él; cómo la liebre perseguida buscaba atraer su atención; cómo las abejas medio congeladas se arrastraban hacia él en el invierno para que las alimentara; cómo el halcón salvaje revoloteaba a su alrededor; cómo la cigarra le cantaba a él con dulce contento en la huerta de encinas en las Carceri, y cómo sus “pequeñas hermanas aves” escucharon tan devotamente su sermón a la orilla del camino cerca de Bevagna que Francisco se amonestó a si mismo por no haber pensado antes en predicarles. El amor de Francisco por la naturaleza también aparece patentemente en el mundo en el que él vivía. Le encantaba comunicarse con las flores silvestres, la fuente cristalina, el amistoso fuego y saludar al sol cuando se levantaba sobre los bellos valles de Umbría. A este respecto, el “don de simpatía” de Francisco, sin duda, parece haber sido incluso mayor que el de San Pablo, pues no encontramos evidencia de amor del Apóstol por la naturaleza y por los animales.

Igualmente atractiva que su ilimitado sentido de compañerismo era la sinceridad abierta y la simplicidad sin sofisticación de Francisco. “Queridos míos”, comenzó una vez un sermón luego de una severa enfermedad, “debo confesar a Dios y a ustedes que durante la Cuaresma pasada he comido pastelillos hechos con manteca”. Y cuando un guardián insistió que Francisco llevara una piel de zorra bajo su raída túnica para calentarse, el santo accedió con la condición de que otra piel del mismo tamaño fuera cosida en la parte exterior. Pues era para él de primera importancia no esconder de los hombres lo que era conocido para Dios. “Lo que un hombre es a la vista de Dios”, gustaba de repetir, “es todo lo que es y nada más”- dicho que pasó a la “Imitación” y que ha sido citado frecuentemente. Otra característica atractiva de Francisco que inspira el más profundo afecto fue su inquebrantable rectitud de propósito e incesante búsqueda de un ideal. “Su más ardiente deseo durante su vida”, escribe Celano, “fue buscar siempre entre sabios y sencillos, perfectos e imperfectos, los medios para caminar la senda de la verdad”. Para Francisco, la más verdadera de las verdades era el amor. De ahí su hondo sentido de responsabilidad personal hacia sus amigos. El amor de Cristo, y de éste crucificado, pernearon toda la vida y el carácter de Francisco, y él puso su principal esperanza de redención y superación para la humanidad sufriente en la imitación literal de su Divino Maestro. El santo imitó el ejemplo de Cristo tan literalmente como estuvo a su alcance; descalzo y en total pobreza proclamó el reino del amor. Esa heroica imitación de la pobreza de Cristo fue quizás la marca distintiva de la vocación de Francisco, y fue él sin duda, en palabras de Bossuet, el amador más ardiente, más entusiasta y desesperado de la pobreza que el mundo haya visto. Lo que más odiaba Francisco después del dinero fue la discordia y la división. La paz, por lo tanto, se convirtió en su palabra clave. La patética reconciliación que logró en sus últimos días entre el obispo y el potestado de Asís es sólo un ejemplo entre muchos de su fuerza para apaciguar las tormentas de la pasión y restaurar la tranquilidad a los corazones destrozados por las pugnas civiles. El deber de un siervo de Dios, declaró Francisco, era levantar los corazones de los hombres y llevarlos a la alegría espiritual. A ello se debía que el santo y sus seguidores se dirigían a la gente no “desde las bancas de los monasterios o con la cuidadosa irresponsabilidad del estudiante enclaustrado”, sino que “vivían entre ellos y batallaban con los males del sistema bajo el que la gente gemía”.. Trabajaban a cambio de su paga, realizando las faenas más humildes e insignificantes, hablando a los pobres con palabras de esperanza que el mundo no había escuchado en mucho tiempo. Así fue como Francisco echó un puente sobre la brecha que separaba al clero aristocrático y el pueblo común, y aunque no enseñó doctrina novedosa alguna, de tal modo volvió a popularizar la que había sido dada en el monte que el Evangelio tomó nueva vida y exigió un nuevo tipo de amor.

Tales son, en forma muy resumida, algunas de las más sobresalientes características que hacen de la figura de Francisco algo tan cautivador que todo tipo de personas se siente atraído a él con un sentimiento de apego personal. Pocos, sin embargo, de entre los que sienten el encanto de la personalidad de Francisco, pueden seguir al santo a su solitaria altura de comunión con Dios. Pues a pesar de ser un atractivo “juglar de Dios”, Francisco era también un místico profundo en el sentido más auténtico de la palabra. El mundo todo era para él una escala luminosa, por cuyos escalones él ascendió hasta la contemplación de Dios. Es erróneo, sin embargo, describir a Francisco como viviendo en “una altura en la que el dogma deja de existir”, y aún más lejano de la verdad es representar la línea de su enseñanza como una en la que la ortodoxia era sujeta al “humanitarianismo”. La menor de las pesquisas respecto a la fe religiosa de Francisco basta para mostrar que ella abarca la totalidad del dogma católico, ni más ni menos. Si los sermones del santo eran más morales que doctrinales se debía a que él hablaba para satisfacer las exigencias de su tiempo y aquellos a quienes hablaba no se habían desviado del dogma; eran más “escuchantes” que “realizadores” de la Palabra. Fue por eso que Francisco dejó de lado los asuntos más teoréticos y volvió al Evangelio.

También, ver en Francisco al amante amigo de todas las creaturas de Dios, al alegre cantor de la naturaleza, es pasar por alto totalmente el aspecto de su trabajo que explica todo lo demás- su lado sobrenatural. Pocas vidas han estado tan imbuidas de los sobrenatural, como admite el mismo Renan. No hay otro lugar, quizás, donde podamos encontrar una mirada más aguda sobre el mundo interior del espíritu y, sin embargo, tan entremezclados están en Francisco lo sobrenatural con lo natural, que hasta su mismo ascetismo lo revestía a veces de romance, como lo atestigua su galanteo a la Dama Pobreza, en un sentido que llegó a dejar de ser figurativo. La imaginación particularmente viva de Francisco estaba impregnada de las imágenes de la chanson de geste, y debido a esa tendencia tan marcada al dramatismo, se deleitaba en acomodar su acción a su pensamiento. Del mismo modo, la naturaleza pintoresca del santo lo llevó a unir la religión y la naturaleza. Él halló en todas las creaturas, por más trivial que pareciesen, algún reflejo de la perfección divina, y se deleitaba en admirar en ellas la belleza, la fuerza, la sabiduría y la bondad de su Creador. De ese modo llegó a descubrir sermones aún en las piedras, y bondad en todo. Más aún, la naturaleza simple y hasta infantil de Francisco se afianzaba en la idea de que si todo sale del mismo Padre, entonces todos son parte de la misma familia. De ahí procede su costumbre de hermanarse con toda clase de objetos animados e inanimados. La personificación, por tanto, de los elementos del “Cántico del Sol” es mucho más de una figura literaria. El amor de Francisco por las creaturas no era simplemente el resultado de una naturaleza débil o de una disposición sentimental. Salía más bien de ese sentido profundo y permanente de la presencia de Dios, que subrayaba cada cosa que decía o hacía. El regocijo habitual de Francisco no era el de una naturaleza irresponsable, ni la de alguien a quien no hubiera tocado el dolor. Nadie fue testigo de las batallas internas de Francisco, de sus prolongadas agonías de lágrimas, o su secreta lucha en la oración. Y si lo encontramos haciendo pantomimas de música, moviendo un par de varitas para imitar un violín y así dar rienda suelta a su alegría, también lo encontramos con el corazón adolorido por el peso de las disensiones en la orden que amenazaban con hacer encallar su ideal. Ni tampoco le faltaron alguna vez al santo tentaciones u otros malestares. La levedad de Francisco tenía su fuente en su total abandono de todo lo presente y pasajero, en la que había encontrado la libertad interior de los hijos de Dios; tomaba su fuerza de su íntima unión con Jesús en la Santísima Comunión. El misterio de la Santa Eucaristía, siendo una extensión de la Pasión, ocupaba un lugar preponderante en la vida de Francisco, y nada tenía tanta importancia en su corazón como lo que se relacionara con el culto al Santísimo Sacramento. De ahí que no sólo escuchamos a Francisco exhortando al clero para que muestre respeto a todo lo que esté conectado con el Sacrificio de la Misa, sino que lo vemos barriendo iglesias pobres, buscando vasos sagrados para ellas y proveyéndolas de pan para el altar hecho por él mismo. Tan grande era la reverencia de Francisco por el sacerdocio, a causa de su relación con el Adorable Sacramento, que en su humildad él nunca se atrevió a aspirar a esa dignidad. La humildad fue, sin duda, la virtud dominante del santo. Aunque era el ídolo de una devoción entusiasta, él nunca se consideró sino el menor de todos. Igualmente admirable en Francisco fue su obediencia pronta y dócil a la voz de la gracia en su interior, aún en los primeros días cuando su ambición aún no estaba bien definida y su espíritu de interpretación no era tan certero. Más adelante, contando con una conciencia tan clara de su misión como la que pudo haber tenido cualquier profeta, se sometió incondicionalmente a lo que constituía la autoridad eclesiástica. Ningún reformador, además, fue menos agresivo que Francisco. Su apostolado encarnaba el más noble espíritu de reforma; buscó siempre corregir abusos a base de sostener en alto su ideal. Extendió sus brazos a aquellos que ansiaban “los mejores dones”. A los otros los dejó en paz.

Así, sin conflicto ni cisma, el Pequeño Hombre de Dios de Asís se convirtió en el medio de renovar la juventud de la Iglesia y de iniciar el movimiento religioso más potente y popular desde el inicio del cristianismo. Sin duda que su movimiento tuvo un lado social así como tuvo uno religioso. Es ya un dato de la historia el que la Tercera Orden de San Francisco tuvo mucho que ver con la recristianización de la Europa medieval. Sin embargo, el propósito último de Francisco era religioso. Reanimar el amor de Dios en el mundo y reanimar la vida del espíritu en los corazones de los hombres, tal era su misión. Pero porque Francisco buscó primero el reino de Dios y su justicia, muchas otras cosas le fueron dadas. Y su exquisito espíritu franciscano, como se le llama, al ser transmitido al amplio mundo, se convirtió en una fuente inagotable de inspiración. Quizás se vea como una exageración decir, como se ha dicho, que “todos los hilos de la civilización de los siglos subsiguientes parecen partir de Francisco”, y que desde ese día “el carácter de la Iglesia Católica es notablemente de Umbría”. Será difícil, por otra parte, sobrestimar el efecto producido por Francisco en la mentalidad de su tiempo, o en la fuerza aceleradora que él desplegó en las generaciones que lo han sucedido. Si mencionamos sólo dos aspectos de su influencia persuasiva, Francisco debe formar parte de aquellos con quienes están en deuda el mundo de las artes y el de las letras. Como Arnold comenta, la prosa no podía satisfacer el alma ardiente del santo, así que hizo poesía. Es claro que él no era versado en las reglas de composición como para avanzar en esa dirección. Pero él emitió el primer grito de la poesía naciente que encontró su máxima expresión en la “Divina Comedia”. De ahí que a Francisco se le ha llamado el precursor de Dante. Lo que el santo hizo fue enseñar a la gente “acostumbrada a la versificación artificial de los poetas cortesanos latinos y provenzales el uso de su lengua natal en simples himnos espontáneos, que fueron incluso más populares con los Laudi y los Cantici de su seguidor poeta Japone de Todi”. Además, en la medida que las repraesentatio, como las llama Salimbene, hechas por Francisco, del establo de Belén fueron las primeras pastorelas que se conocen en Italia, se le cuenta como parte del renacimiento del drama. De algún modo, si el amor de Francisco por el canto invitó el inicio del verso italiano, su vida también produjo el nacimiento del arte italiana. Dice Ruskin que su historia se convirtió en una apasionada tradición pintada en todas partes con deleite. La leyenda franciscana primitiva, llena de color, posibilidades dramáticas e interés humano, proveyó a los pintores del material más popular desde la vida de Cristo. Tan pronto apareció en el arte, la figura de Francisco se convirtió en un tema favorito, especialmente para la escuela mística de Umbría. Tan verdadero es eso que se ha dicho que siguiendo su figura podemos “construir una historia del arte cristiano, desde los predecesores de Cimabue hasta Guido Reni, Rubens y Van Dyck.”

Probablemente el retrato más antiguo de Francisco que ha llegado a nosotros es el que se conserva en el Sacro Speco de Subiaco. Se cuenta que fue pintado por un monje benedictino durante una visita del santo a ese lugar, que pudo haber tenido lugar en 1218. La ausencia de los estigmas, del halo, y del título de santo en ese fresco es la razón principal para considerarlo una obra de esa época. No es, sin embargo, un retrato verdadero en el sentido moderno de la palabra, y dependemos de la tradicional presentación de Francisco más que de los ideales de artistas, como la estatua de Della Robbia en la Porciúncula, que constituye sin duda la vera effigies del santo, cosa que ningún retrato bizantino puede ser jamás, y la descripción gráfica de Francisco dejada por Celano (Vita Prima, C.LXXXIII). De estatura inferior a la mediana, se nos dice, y de forma frágil, Francisco poseía un rostro largo pero alegre y una voz suave pero fuerte, pequeños ojos negros, pelo castaño obscuro y barba rala. No tenía una personalidad imponente, sin embargo había en él cierta delicadez, gracia y distinción que lo hacía sumamente atractivo.

Los materiales literarios para la historia de San Francisco son casi siempre copiosos y auténticos. Hay pocas vidas medievales tan detalladamente documentadas. Tenemos, en primer lugar, los propios escritos del santo. Éstos no son voluminosos y nunca fueron escritos con el propósito de transmitir sus ideas en forma sistemática, pero no por ello dejan de llevar la marca de su personalidad y de las características de su predicación. Parecen bastarle unos cuantos pensamientos tomados “de las palabras del Señor”, que repite una y otra vez, adaptándolos a las necesidades de las personas a las que se dirigía. Sus escritos, cortos, simples e informales, respiran amor no estudiado por el Evangelio y refuerzan la misma moralidad práctica, mientras que abundan en alegorías y personificación, y revelan un tejido de fraseología bíblica. No se han conservado todos los escritos del santo, y algunos de los que antes se le atribuían se cree ahora con mayor certeza que son obra de otros. Los opúscula auténticos de Francisco que aún existen comprenden, además de la regla de los Frailes Menores y algunos fragmentos de otra legislación seráfica, varias cartas, incluyendo una dirigida a “todos los cristianos que habiten en el mundo”, una serie de consejos espirituales dirigidos a sus discípulos, los “Laudes Creaturarum” o “Cántico del Sol”, y algunas alabanzas menores, un oficio de la Pasión compilado para su uso personal, y pocas otras oraciones que nos muestran a Francisco tal como Celano lo vio, “no tanto un hombre orando, sino la oración misma”. Además de los escritos del santo las fuentes de la historia de Francisco incluyen algunas bulas papales tempranas y otros documentos diplomáticos, como se les llama, que versan sobre su vida y obra. Después están las biografías propiamente dichas. Ellas incluyen las vidas escritas entre 1229-1247 por Tomás de Celano, uno de los seguidores de Francisco; una narración conjunta de su vida compilada en 1246 por León, Rufino y Angelo, compañeros íntimos del santo, la célebre leyenda de San Buenaventura, que apareció alrededor de 1263. Además, existe una leyenda más polémica llamada el “Speculum Perfectionis”, atribuida al Hermano León, pero cuya autoría aún es materia de controversia. Hay también varias crónicas importantes del siglo XIII sobre la orden, como las de Jordan, Eccleston y Bernardo de Besse, junto con la “Chronica XXIV Generalium” y el “Liber de Conformitate”, que constituyen una clase de continuación de aquellas. Todas las biografías posteriores de Francisco están basadas en estas obras.

Los años recientes han sido testigos de un crecimiento notable del interés en la vida y obra de San Francisco, muy especialmente entre los no católicos, y Asís, consecuentemente, se ha convertido en la meta de una nueva clase de peregrinos. Este interés, mayormente literario y académico, está centrado en el estudio de documentos primitivos que se relacionan con la historia del santo y los comienzos de la orden franciscana. A pesar de haber comenzado hace varios años, este movimiento recibió su mayor impulso de la publicación en 1894 de la “Vie de S. FranV ois”, una obra que fue casi simultáneamente coronada por la Academia Francesa y colocada en el Índice. A pesar de la antipatàda del autor respecto al punto de vista religioso del santo, su biografía de Francisco delata una gran erudición, profunda investigación y una rara visión crítica que han abierto una nueva época en el estudio de las fuentes franciscanas. Para llevar ese estudio aún más lejos en 1902 se fundó la Sociedad Internacional de Estudios Franciscanos, en Asís, cuya meta es reunir una biblioteca lo más completa posible de obras sobre historia franciscana y compilar un catálogo de manuscritos franciscanos que actualmente están dispersos. En diferentes países se han creado, además, varios periódicos dedicados exclusivamente a documentos y discusiones franciscanas. Aunque en breve tiempo ha crecido una abundante literatura en torno al Poverello, nada esencialmente nuevo se ha añadido a lo que ya se sabía del santo. El intenso trabajo de investigación de los años recientes ha dado como resultado la recuperación de varios textos primitivos importantes, y ha dado lugar a muchos magníficos estudios críticos sobre las fuentes; pero la nota mejor recibida de ese interés moderno por los orígenes franciscanos ha sido la cuidadosa reedición y traducción de los escritos de Francisco y de casi todos los manuscritos contemporáneos de las autoridades que tratan de su vida. No pocas de las cuestiones controvertidas relacionadas con el tema son de considerable trascendencia, aún para aquellos que no son estudiantes propiamente dichos de la leyenda franciscana, pero no han podido ser tratados en los límites del presente artículo. Baste indicar algunas de las obras principales acerca de la vida de San Francisco.

Los escritos de San Francisco han sido publicados en “Opuscula S.P.Francisci Assisiensis” (Quaracchi, 1904); Böhmer, “Analekten zur Geschichte des Franciscus von Assisi” (Tubinga, 1904); Universidad de Alençon, “Les Opuscules de S. François d’ Assise” (Paris, 1905); Robinson, “The Writings of St. Francis of Assisi” (Filadelfia, 1906).

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