Santos Arcángeles Miguel, Rafael y Gabriel
Se celebra el día 29 de Septiembre
El término ángeles (Latín angelus; griego aggelos; hebrea MLAK, a partir de la raíz LAK que significa “uno que va” o “enviado”; mensajero, y en hebreo es usada para designar tanto a un mensajero divino como a uno humano. La Versión de los Setenta lo traduce por aggelos, palabra que también tiene ambos significados. La versión latina, sin embargo, distingue al mensajero espiritual o divino del humano, y traducen el primero como angelus y el segundo como legatus o o más generalmente como nuntius. En algunos pasajes la versión latina es engañosa, pues usa la palabra angelus en lugares donde nuntius habría expresado mejor el significado, por ejemplo en Isaías 18,2; 33,3.6.
Aquí sólo trataremos sobre los espíritus-mensajeros y se discutirán los siguientes puntos:
el significado del término en la Biblia, los oficios de los ángeles, los nombres asignados a los ángeles, la distinción entre espíritus buenos y malos, las divisiones de los coros angélicos, la cuestión de las apariciones angélicas, y el desarrollo de la idea bíblica sobre los ángeles.
A través de la Biblia se representa a los ángeles como un cuerpo de seres espirituales intermediarios entre Dios y los hombres: “Lo creaste (al hombre) poco inferior a los ángeles” (Salmo 8,6). Ellos, al igual que los hombres, son seres creados; “Alabadle, ángeles suyos todos, todas sus huestes, alabadle! Alaben ellos el nombre de Yahveh, pues Él ordenó y fueron creados” (Salmo 148,2.5; Col. 1,16-17). El hecho de que los ángeles fueron creados, fue establecido en el Cuarto Concilio de Letrán (1215). El decreto “Firmiter”, contra los albigenses, declaró tanto el hecho de que fueron creados como el de que los hombres fueron creados después de ellos. Este decreto fue repetido por el Concilio Vaticano I, “Dei Filius”. Lo mencionamos aquí porque se ha sostenido que las palabras: “El que vive eternamente lo creó todo por igual” (Eclo. 18,1) demuestran una creación simultánea de todas las cosas; pero en general se admite que “igual” (simul) aquí puede significar “igualmente”, en el sentido de que todas las cosas fueron “igualmente” creadas. Son espíritus; el escritor de la Epístola a los Hebreos dice: “¿Es que no son todos ellos espíritus servidores con la misión de asistir a los que han de heredar la salvación?” (Heb. 1,14).
Presentes en el trono de Dios
Es como mensajeros que con mayor frecuencia aparecen en la Biblia, pero como expresa San Agustín, y luego San Gregorio: angelus est nomen officii (“ángel es el nombre de su oficio”) y no expresa ni su naturaleza ni su función esencial, es decir: la de asistentes en el trono de Dios en esa corte celestial de la que Daniel nos ha dejado un cuadro vívido:
“Mientras yo contemplaba: Se aderezaron unos tronos y un Anciano se sentó. Su vestidura, blanca como la nieve; los cabellos de su cabeza, puros como la lana. Su trono, llamas de fuego, con ruedas de fuego ardiente. Un río de fuego corría y manaba delante de él. Miles de millares le servían, miríadas de miríadas estaban en pie delante de él. El tribunal se sentó, y se abrieron los libros.” Daniel 7,9-10; cf. Sal. 97(96),7; Sal. 103(102),20; Isaías 6, etc.). Esta función de la hueste angélica es expresada por la palabra “presencia” (Job) 1,6; 2,1), y Nuestro Señor se refiere a ella como su ocupación perpetua (Mt. 18,10). En más de una ocasión se dice que hay siete ángeles cuya principal función es la de “estar siempre presentes ante la gloria de Dios” (Tobías 12,15; Apoc. 8,2-5). Esta misma idea puede denotar “el ángel de Su presencia” (Is. 63,9), una expresión que también aparece en el pseudo-epigráfico “Testamentos de los Doce Patriarcas”.
Mensajeros de Dios para la humanidad
Pero estas ojeadas de vida más allá del velo son sólo ocasionales. Los ángeles de la Biblia aparecen generalmente en el rol de mensajeros de Dios para la humanidad. Son los instrumentos con los que comunica su voluntad a los hombres, y en la visión de Jacob se les describe ascendiendo y descendiendo la escalera que se extiende desde la tierra al cielo, mientras que el Padre Eterno contempla al caminante de abajo. Fue un ángel quien encontró a Agar en el desierto (Gén. 16); unos ángeles sacaron a Lot de Sodoma; fue un ángel quien le anunció a Gedeón que salvaría a su pueblo; un ángel anuncia el nacimiento de Sansón (Jueces 13), y el ángel Gabriel instruye a Daniel (Dan. 8,16), aunque no se le llama ángel en ninguno de estos pasajes, sino “el hombre Gabriel” (9,21). Este mismo espíritu celestial anunció el nacimiento de San Juan Bautista y la Encarnación del Redentor, mientras que la tradición le atribuye también el mensaje a los pastores (Lucas 2,9), y la misión más gloriosa de todas, la de fortalecer al Rey de los Ángeles en su agonía (Lc. 22,43). La naturaleza espiritual de los ángeles se manifiesta muy claramente en el relato que Zacarías hace de las revelaciones que recibió por medio de un ángel. El profeta describe al ángel como hablando “dentro de él”, lo cual parece implicar que él era consciente de una voz interior que no era la de Dios sino la de su mensajero. El texto masorético, los Setenta y la Vulgata concurren en esta descripción de las comunicaciones hechas por el ángel al profeta. Es una pena que la “Versión Revisada”, en aparente desafío a los textos antedichos, haya oscurecido este rasgo al empeñarse en traducirlo como: “el ángel que hablaba conmigo”: en vez de “dentro de mí” (cf. Zac. 1,9-14; 2,3; 4,5; 5,10).
Estas apariciones de ángeles generalmente duran sólo el tiempo requerido para dar el mensaje, pero frecuentemente su misión se prolonga, y se les representa como los guardianes constituidos de las naciones en alguna crisis particular, por ejemplo, durante el Éxodo (Éxodo 14,19; Baruc 6,6). Del mismo modo, es el punto de vista común de los Padres que por “el príncipe del Reino de Persia” (Dan. 10,13.21) debemos entender el ángel a quien se le confió el cuidado espiritual de ese reino, y quizá podamos ver en el “hombre de Macedonia”, que se le apareció a San Pablo en Tróada, al ángel guardián de ese país (Hch. 16,9). Los Setenta (Deut. 32,8) nos ha conservado un fragmento de información sobre este punto, aunque es difícil calibrar su significado exacto: “Cuando el Altísimo repartió las naciones, cuando dispersó a los hijos de Adán, estableció las fronteras de las naciones según el número de los ángeles de Dios.” De la expresión “como un ángel de Dios” se desprende cuán grande era la parte del ministerio que los ángeles desempeñaban, no sólo en la teología hebrea, sino también en las ideas religiosas de otras naciones. David la usa en tres ocasiones (2 Sam. 14,17-20; 14,27) y Akiš de Gat la usa una vez (1 Sam 29,9). Incluso Ester la usa para designar a Asuero (Ester 5,24), y se dice que la cara de San Esteban parecía “como la de un ángel” cuando estaba de pie ante el Sanedrín (Hch. 6,15).
Guardianes personales
En toda la Biblia encontramos que repetidamente se da a entender que cada alma tiene su ángel de la guarda. Así, cuando Abraham envió a su siervo a buscar una esposa para Isaac, le dijo: “Él enviará su Ángel delante de ti” (Gén. 24,7). Son muy conocidas las palabras del Salmo 91(90),11-12 que el diablo le citó a Nuestro Señor (Mt. 4,6), y Judit (13,20) relata su hecho heroico diciendo: “¡Vive el Señor! Porque su ángel me ha protegido…” Estos pasajes y muchos como ellos (Gén. 16,6-32; Oseas 12,5; 1 Rey. 19,5; Hch. 12,7; Sal 34(33),8), a pesar de que no demuestran por sí mismos la doctrina de que cada individuo tiene designado su ángel de la guarda, reciben su complemento en las palabras de Nuestro Salvador: “Guardaos de menospreciar a uno de estos pequeños; porque yo os digo que sus ángeles, en los cielos, ven continuamente el rostro de mi Padre que está en los cielos” (Mt. 18,10), palabras que ilustran el comentario de San Agustín: “Lo que está escondido en el Antiguo Testamento, se hace manifiesto en el Nuevo”. De hecho, el libro de Tobías, más que cualquier otro, parece destinado a enseñarnos esta verdad, y San Jerónimo dice, en su comentario sobre las antedichas palabras de Nuestro Señor: “La dignidad de un alma es tan grande, que cada una tiene un ángel de la guarda desde su nacimiento”.
La doctrina general de que los ángeles son nuestros guardianes designados es considerada una cuestión de fe, pero que cada miembro individual de la raza humana tiene su propio ángel de la guarda individual no es de fe (de fide); sin embargo esta idea tiene tan fuerte apoyo por parte de los Doctores de la Iglesia que sería temerario negarlo (cf. San Jerónimo, supra). ). Pedro Lombardo (Sentencias, lib. II, dist. XI) se inclina a pensar que un ángel está encargado de varios seres humanos individuales. Las hermosas homilías de San Bernardo (11-14) sobre el Salmo 91(90) respiran el espíritu de la Iglesia pero sin resolver la cuestión.
La Biblia no sólo representa a los ángeles como nuestros guardianes, sino también como nuestros intercesores reales. El ángel Rafael (Tob. 12,12) dice: “Ofrecí oraciones al Señor por ti” [cf. Job 5,1] (los Setenta), y 33,23 (Vulgata); Apoc. 8,4]. El culto católico a los ángeles es, pues, totalmente bíblico. Quizás la primera declaración explícita sobre esto se encuentra en las palabras de San Ambrosio: “Debemos orar a los ángeles que nos son dados como guardianes” (De Viduis, IX); (cf. San Agustín, Contra Faustum, XX.21). Un culto indebido a los ángeles fue reprobado por San Pablo (Col. 2,18), el Canon 35 del Sínodo de Laodicea evidencia que esta tendencia permaneció por mucho tiempo en este mismo distrito (Hefele, Historia de los Concilios, II, 317).
Como agentes divinos que gobiernan el mundo
Los pasajes anteriores, especialmente aquellos relacionados con los ángeles encargados de diversas regiones, nos permiten entender la visión prácticamente unánime de los Padres de que son los ángeles quienes ejecutan la ley de Dios respecto al mundo físico. Es bastante conocida la creencia semítica en los genios (genii) y en espíritus que causan el bien o el mal, y en la Biblia se hallan rastros de ello. Por ello, la peste que devastó a Israel por culpa del pecado de David por censar al pueblo de Israel, se le atribuye a un ángel el cual se dice que David vio realmente (2 Sam. 24,15-17, y de manera más explícita en 1 Cro. 21,14-18). Incluso el susurro del viento en las copas de los árboles era considerado como un ángel (2 Sam. 5,23-24; 1 Cro. 14,14-15). Esto es declarado de forma más explícita en el pasaje de la piscina Probática (Juan 5,1-4), aunque hay algunas dudas sobre este texto; en este pasaje se dice que el movimiento de las aguas es debido a las visitas periódicas de un ángel.
Los semitas estaban convencidos de que toda la armonía del universo, así como las interrupciones de esta armonía, se debían a Dios como creador, pero eran llevadas a cabo por sus ministros. Este punto de vista está claramente manifiesto en el “Libro de los Júbilos”, en el cual la hueste celestial de ángeles buenos y malos está siempre interfiriendo en el universo material. Santo Tomás de Aquino (Summa Theol., I, Q. 1, 3) cita que Maimónides (Directorium Perplexorum, IV y VI) afirma que la Biblia frecuentemente llama ángeles a los poderes de la naturaleza, ya que ellos manifiestan la omnipotencia de Dios (cf. San Jerónimo, In Mich., VI, 1, 2; P. L., IV, col. 1206).
Organización jerárquica
Si bien los ángeles que aparecen mencionados en las primeras obras del Antiguo Testamento son extrañamente impersonales y quedan ensombrecidos por la importancia del mensaje que llevan o por la obra que realizan, no faltan pistas acerca de la existencia de una cierta jerarquía en el ejército celestial.
Después de la caída de Adán, el Paraíso quedó vigilado contra nuestros Primeros Padres por querubines que son claramente ministros de Dios, aunque no se dice nada acerca de su naturaleza. Sólo una vez más aparece el querubín en la Biblia, a saber, en la maravillosa visión de Ezequiel en la que los describe con muchos detalles (Ez. 1), y que son llamados realmente cherub en Ezequiel 10. El Arca era custodiada por dos querubines, pero sólo nos queda conjeturar acerca de cómo eran. Se ha sugerido, con gran probabilidad, que tenemos sus homólogos en los toros y leones alados que cuidaban los palacios asirios, y también en los extraños hombres alados con cabeza de halcones pintados que están representados en las paredes de algunas de sus construcciones. Los serafines sólo aparecen en la visión de Isaías 6,6.
Ya hemos mencionado a los siete místicos que están de pie ante Dios, y parece que en ellos tenemos una indicación de un cordón interno que rodea el trono. El término archangel sólo aparece en San Judas v. 9 y 1 Tes. 4,16; pero San Pablo nos da otras dos listas de nombres de las cohortes celestiales. Nos dice (Ef. 1,21) que Cristo está “por encima de todo Principado, Potestad, Virtud, Dominación”; y, escribiendo a los Colosenses (1,16), dice: “porque en él fueron creadas todas las cosas, en los cielos y en la tierra, las visibles y las invisibles, los Tronos, las Dominaciones, los Principados, las Potestades”. Hay que señalar que San Pablo usa dos de estos nombres de los poderes de la oscuridad cuando (2,15) dice que Cristo “una vez despojados los Principados y las Potestades… incorporándolos a su cortejo triunfal”. Y no es poco notable que sólo dos versículos después advierta a sus lectores a no dejarse seducir por cualquier “culto de los ángeles”. Aparentemente pone su sello en una cierta angelología lícita, y al mismo tiempo advierte en contra de entregarse a la superstición sobre ese asunto. Tenemos un indicio de tales excesos en el Libro de Henoc, en el que, como ya dijimos, los ángeles juegan un papel bastante desproporcionado. Del mismo modo, Josefo nos dice (Bel. Jud., II, VIII, 7) que los esenios tenían que hacer un voto para preservar los nombres de los ángeles.
Ya hemos visto como (Daniel 10,12-21) se asignan varios territorios a varios ángeles, que se les llama sus príncipes, y este mismo rasgo reaparece de manera más notable en “los ángeles de las siete Iglesias” apocalípticos, aunque es imposible decidir cuál es el significado preciso de este término. Generalmente a estos siete Ángeles de las Iglesias se les considera los obispos que ocupan estas sedes. San Gregorio Nacianceno en su discurso a los obispos en Constantinopla en dos ocasiones les llama “Ángeles”, en el lenguaje del Apocalipsis.
El tratado “De Coelesti Hierarchia” atribuido a San Dionisio Areopagita, y que ejerció tan fuerte influencia en los escolásticos, trata con muchos detalles de las jerarquías y órdenes de los ángeles. Generalmente se reconoció que este trabajo no pertenece a San Dionisio, sino que debe datar de varios siglos después. Aunque la doctrina que contiene acerca de los coros de ángeles ha sido aceptada en la Iglesia con unanimidad extraordinaria, ninguna proposición referente a las jerarquías angélicas es vinculante para nuestra fe. Los siguientes pasajes de San Gregorio Magno (Hom. 34, In Evang.) nos dan una idea clara del punto de vista de los Doctores de la Iglesia sobre este punto:
”Sabemos por la autoridad de la Escritura que existen nueve órdenes de ángeles, a saber: ángeles, arcángeles, virtudes, potestades, principados, dominaciones, tronos, querubines y serafines. Casi todas las páginas de la Biblia nos dicen que existen ángeles y arcángeles, y los libros de los profetas hablan de querubines y serafines. San Pablo, también, al escribir a los Efesios enumera cuatro órdenes cuando dice: ‘sobre todo principado, potestad, virtud y dominación’; y en otra ocasión, escribiendo a los Colosenses dice: ‘ni tronos, dominaciones, principados o potestades’. Si unimos estas dos listas, tenemos cinco órdenes, y si agregamos los ángeles y arcángeles, querubines y serafines, tenemos nueve órdenes de ángeles.” Santo Tomás (Summa Theologica I:108), siguiendo a San Dionisio (De Coelesti Hierarchia, VI, VII), divide a los ángeles en tres jerarquías cada una de las cuales contienen tres órdenes. Su proximidad al Ser Supremo sirve como base para esta división. En la primera jerarquía pone a los serafines, querubines y tronos; en la segunda, a las dominaciones, virtudes y potestades; en la tercera, a los principados, arcángeles y ángeles. La Biblia sólo nos provee tres nombres de ángeles individuales, a saber, Rafael, Miguel y Gabriel, nombres que denotan sus respectivos atributos. Libros judíos apócrifos, como el Libro de Henoc, nos dan los nombres de Uriel y Jeremiel, mientras que muchas otras fuentes apócrifas nos dan muchos más, como los que nombra Milton en su “Paraíso Perdido”. (Sobre el uso supersticioso de estos nombres, vea arriba).
El número de ángeles
Frecuentemente se afirma que el número de los ángeles es prodigioso (Dan. 7,10; Apoc. 5,11; Sal. 68(67),18; Mt. 26,53). Del uso de la palabra huestes (sabaoth) como sinónimo del ejército celestial es difícil resistirse a la impresión “Señor de los Ejércitos” se refiere al mandato supremo de Dios sobre la multitud angélica (cf. Deut. 33,2; 32,43; los Setenta). Los Padres ven una referencia al número referente de hombres y ángeles en la parábola de las cien ovejas (Lc. 15,1-3), aunque esto pueda parecer extravagante. Los escolásticos, nuevamente, siguiendo el tratado “De Coelesti Hierarchia” de San Dionisio, consideran la preponderancia de los números como una perfección necesaria de las huestes angélicas (cf. Santo Tomás, Summa Theol., I:1:3).
La distinción entre ángeles buenos y ángeles malos aparece constantemente en la Biblia, pero es instructivo señalar que no existe señal alguna de cualquier dualismo o conflicto entre dos principios iguales, uno bueno y otro malo. El conflicto descrito es más bien el librado en la tierra entre el Reino de Dios y el reino del Maligno, pero siempre se supone la inferioridad del último. Entonces, se debe explicar la existencia de este espíritu inferior, y por consiguiente creado.
El desarrollo gradual de la conciencia hebrea sobre este tema está claramente presente en los escritos inspirados. El relato de la caída de nuestros primeros padres (Gén. 3) se expresa en términos tales que es imposible ver en él otra algo más que el reconocimiento de la existencia de un principio del mal que está celoso de la raza humana. La declaración (Gén. 6,1) de que los “hijos de Dios” se casaban con las hijas de los hombres se explica de la caída de los ángeles, en Henoc VI-XI, y en los códices D, E, F y A de los Setenta dice frecuentemente, por “hijos de Dios”, oi aggeloi tou theou. Desgraciadamente, los códices B y C son defectuosos en Génesis 6, pero es probablemente que ellos, también, lean oi aggeloi en este pasaje, pues constantemente traducen así la expresión “los hijos de Dios”; cf. Job 1 6; 2,1; 38,7; pero por otro lado, véase Sal. 2,1 y (89)88,7 (los Setenta). Filón sigue a los Setenta al comentario sobre este pasaje (en su tratado “Quod Deus sit immutabilis”. Para la doctrina de Filo sobre los ángeles vea “De Vita Mosis”, III,2; “De Somniis”, VI; “De Incorrupta Manna”, I; “De Sacrificiis”, II; “De Lege Allegorica”, I, 12; III, 73; y para la opinión sobre Génesis 6,1 vea San Justino, Apol. II, 5.
Debe además señalarse que la palabra hebrea nephilim, que es traducida como gigantes en 6,4, puede significar “los caídos”. Los Padres generalmente lo refieren a los hijos de Set, el linaje escogido. En 1 Sam. 19,9 se dice que un espíritu malo posee a Saúl, aunque es probablemente una expresión metafórica; más explícito es 1 Rey. 22,19-23, en donde se describe a un espíritu en medio del ejército celestial y que se ofrece, por invitación del Señor, para ser un espíritu mentiroso en la boca de los falsos profetas de Ajab. Siguiendo a los escolásticos, podemos explicar esto como un malum poenae, que es realmente causado por Dios debido a las faltas de los hombres. Una verdadera exégesis, sin embargo, insistiría en el tono puramente imaginativo de todo el episodio; lo que está destinado a ocupar nuestra atención no es tanto la forma en que se lanza el mensaje, sino el contenido real de ese mensaje.
El cuadro que nos da Job 1 y 2, es igualmente imaginativo; pero Satanás, quizás la primera individualización del ángel caído, se presenta como un intruso que está celoso de Job. Él es, evidentemente, un ser inferior a la Deidad y sólo puede tocar a Job con permiso de Dios. A partir de una comparación de 2 Sam. 24,1 con 1 Crón. 21,1 aparece cómo el pensamiento teológico avanzó a medida que la cantidad de la revelación creció. Mientras que en el primer pasaje se dice que el pecado de David fue debido a que “la ira del Señor” “incitó a David”, en el segundo leemos que “Satanás incitó a David a censar a Israel”. En Job 4,18 nos parece encontrar una declaración clara sobre la caída: “Y aún a sus ángeles achaca desvarío”. En los Setenta, Job contiene algunos pasajes instructivos respecto a ángeles vengadores en quienes quizá podamos ver a los espíritus caídos, así en 33,23: “Si hay mil ángeles mediadores de la muerte en su contra, ninguno de ellos le hará daño”; y en 36,14: “Incluso si sus almas mueren en plena juventud (debido a su imprudencia), aun así su vida será herida por los ángeles”; y en 21,15: “Las riquezas injustamente aumentadas serán vomitadas, un ángel lo sacará de su casa”; cf. Prov. 17,11; Sal. 35(34)34,5-6; 78(77),49, y especialmente Eclo. 39,33, un texto que, hasta donde se puede deducir por el estado actual del manuscrito, estaba en el original hebreo. En algunos de estos pasajes, es verdad, se puede considerar a los ángeles como los vengadores de la justicia de Dios, sin ser, por lo tanto, espíritus malos. En Zac. 3,1-3 se le llama a Satanás el adversario que declara ante el Señor contra Josué, el sumo sacerdote. Isaías 14 y Ezequiel 28 son para los Padres el loci classici respecto a la caída de Satanás (cf. Tertuliano, Contra Marción, 2.10); y el Señor mismo le dio visos de probabilidad o verdad a esta opinión al usar las imágenes de este último pasaje al decir a sus Apóstoles: “Yo veía a Satanás caer del cielo como un rayo” (Lc. 10,18).
En tiempos del Nuevo Testamento se establece claramente la idea de los dos reinos espirituales. El diablo es un ángel caído que en su caída arrastró consigo multitudes de la hueste celestial. Nuestro Jesús le llama “el príncipe de este mundo” (Juan 14,30); él es el tentador de la raza humana y trata de involucrarlos en su caída (Mateo 25,41; 2 Ped. 2,4; Ef. 6,12; 2 [Epístolas a los Corintios|Cor.]] 11,14; 12,7). La representación cristiana del diablo bajo la forma de un dragón se deriva especialmente del Apocalipsis (9,11-15; 12,7-9), donde se le llama “el ángel del abismo”, “el dragón”, “la serpiente antigua”, etc., y se le representa como si realmente hubiese estado en combate con el Arcángel Miguel. Es muy llamativa la similitud entre estas escenas como éstas y los antiguos relatos babilónicos sobre la lucha entre Merodak y el dragón Tiamat. Es una cuestión discutible si trazamos su origen a las vagas reminiscencias de los poderosos saurios que antiguamente poblaron la tierra, pero el lector curioso puede consultar a Bousett, “The Anti-Christ Legend” (tr. por Keane, Londres, 1896). El traductor le ha prefijado un interesante debate sobre el origen del mito babilónico del dragón.
El término “Ángel” en la Versión de los Setenta
Hemos tenido ocasión de mencionar la Versión de los Setenta más de una vez, y no estará de más indicar unos pasajes en los que es nuestra única fuente de información con respecto a los ángeles. El pasaje más conocido es Isaías 9,6, en que los Setenta da el nombre del Mesías como “Ángel del gran Consejo”. Ya hemos llamado la atención sobre Job 20,15, donde los Setenta dice “Ángel” en lugar de “Dios”, y a 36,14, donde parece ser cuestión de ángeles malos. En 9,7 los Setenta (B) añade: “Él ha inventado cosas difíciles para sus ángeles; pero lo más curioso de todo es, en 40,14, donde la Vulgata y el hebreo (5,19) dicen “Behemot”: “Él es el principio de los caminos de Dios, el que lo creó hará su espada para acercarse”, los Setenta dice: “Él es el principio de la Creación de Dios, creado para que sus ángeles se mofen”; y exactamente el mismo comentario es hecho sobre “Leviatán” (41,24). Ya hemos visto que los Setenta generalmente traduce el término “los hijos de Dios” por “ángeles”, pero en Deut. 32,43 los Setenta tiene una adición en la que aparecen ambos términos: menciona ambas condiciones: “Exultad en Él todos los cielos, y adórenle todos los ángeles de Dios; exultad las naciones con su pueblo, y glorifíquenle todos los hijos de Dios”. Tampoco los Setenta nos da aquí meramente una referencia adicional a los ángeles; a veces nos permite corregir pasajes difíciles sobre ellos en la Vulgata y en los textos masoréticos. Así, el difícil Elim del texto Masorético en Job 12, 17, que la Vulgata traduce como “ángeles”, se convierte en bestias salvajes en la Versión de los Setenta.
Las primeras ideas en cuanto a la personalidad de las diferentes apariciones angélicas son, como hemos visto, notablemente vagas. Al principio los ángeles eran considerados en una forma bastante impersonal (Gén. 16,7). Son vicarios de Dios y a menudo se les identifica con el Autor de su mensaje (Gén 48,15-16). Pero mientras leemos que “los ángeles de Dios” se encuentran con Jacob (Gén. 32,1), otras veces leemos sobre uno que es llamado “el Ángel de Dios” par excellence, por ejemplo Gén. 31,11. Es verdad que, debido al idioma hebreo, esto puede significar sólo “un ángel de Dios”, y los Setenta lo traduce con o sin el artículo a voluntad; sin embargo, los tres visitantes en Mambré parecen haber sido de diferente rango, aunque San Pablo (Heb. 13,2) los consideró a todos igualmente ángeles; según se desarrolla la historia en Gén. 13, el que habla es siempre “el Señor”. Así en el relato del Ángel del Señor que visitó a Gedeón (Jc. 6), al visitante se le llama tanto “el Ángel del Señor” como “el Señor”.
De igual manera, en Jueces 13, el Ángel del Señor aparece, y tanto Manóaj como su esposa exclaman: “Seguro que vamos a morir, porque hemos visto a Dios”. Esta falta de claridad es particularmente evidente en los varios relatos del ángel del Éxodo. En Jueces 6, mencionado anteriormente, los Setenta tiene mucho cuidado en traducir el hebreo “Señor” por “el Ángel del Señor”; pero en la historia del Éxodo es el Señor que va delante de ellos en la columna de nube (Éx. 13,21), y los Setenta no realiza ninguna modificación (cf. también Núm. 14,14, y Neh. 9,7-20). Pero, en Éx. 14,19 a su guía se le llama “el Ángel de Dios”. Cuando vamos a Éx. 33, donde Dios está enojado con su pueblo por adorar al becerro de oro, es difícil no sentir que es Dios mismo quien ha sido su guía hasta ahora, pero que ahora se niega a seguir acompañándolos. Dios les ofrece a un ángel en su lugar, pero a petición de Moisés, dice (14) “Mi rostro irá delante de ti”, el cual los Setenta traduce por autos aunque el versículo siguiente demuestra que esa traducción es claramente imposible, pues Moisés objeta: “Si no vienes tú mismo, no nos hagas partir de aquí”. Pero, ¿qué quiere decir Dios con “mi rostro?” ¿Es posible que se denote algún ángel de rango especialmente alto, como en Is. 63,9? (cf. Tobías 12,15). ¿No podrá ser esto lo que se quiere decir con “el ángel de Dios?” (cf. Núm. 20,16).
Apenas hace falta decir que un proceso de evolución en el pensamiento teológico acompañó el desarrollo gradual de la revelación de Dios, pero es especialmente notable en los diferentes puntos de vista respecto a la persona del Dador de la Ley. El texto masorético así como en los caps. 3, 19 y 20 del Éxodo de la Vulgata representan claramente que es el Ser Supremo según se le aparece a Moisés en la zarza y en el Monte Sinaí; pero la versión de los Setenta, si bien concurre en que fue Dios mismo quien le entregó la Ley, sin embargo, dice que fue el “ángel del Señor” quien se apareció en la zarza. Durante la época del Nuevo Testamento prevaleció el punto de vista de los Setenta, y es ahora no solo en la zarza que el ángel del Señor, y no Dios mismo, quien aparece, sino que el ángel también es el dador de la Ley (cf. Gál. 3,19; Heb. 2,2; Hch. 7,30). La persona del “ángel del Señor” encuentra su equivalente en la personificación de la sabiduría en los libros sapienciales, y en por lo menos un pasaje (Zac. 3,1) parece representar a “el Hijo de Hombre” que Daniel (7, 13) vio ante “el Anciano”. Zacarías dice: “Me hizo ver después al sumo sacerdote Josué, que estaba ante el ángel de Yahveh; a su derecha estaba el Satán para acusarle”. Tertuliano considera muchos de estos pasajes como preludios de la Encarnación; como la Palabra de Dios prefigurando el carácter sublime con el que Él un día se revelará a los hombres (cf. Adv, Prax. 16: Adv. Marc. 2.27; 3.9, 1.10, 1.21-22).
Tertuliano se refiere a muchos de estos pasajes como preludios de la Encarnación, como la Palabra de Dios presagiando el carácter sublime en la que Él es un día para revelarse a los hombres (cf. Adv. Prax, XVI, Adv Marc, II, 27 ; III, 9; I, 10, 21, 22). Es posible, entonces, que en estas opiniones confusas podamos rastrear tanteos vagos ciertas verdades dogmáticas sobre la Trinidad, reminiscencias quizás de la primera revelación, de la cual el Protoevangelio de Gén. 3 es sólo una reliquia. Los primeros Padres, ciñéndose a la letra del texto, sostuvieron que era realmente Dios mismo quien apareció. El que aparecía era llamado Dios y actuaba como Dios. Por ello, no fue raro que Tertuliano, como ya hemos visto, considerase tales manifestaciones a la luz de preludios de la Encarnación, y la mayoría de los Padres Orientales siguió esa misma línea de pensamiento. Fue sostenido incluso en 1851 por Vandenbroeck, “Dissertatio Theologica de Theophaniis sub Veteri Testamento” (Lovaina).
Pero los grandes Padres Latinos, San Jerónimo, San Agustín y San Gregorio Magno, sostuvieron la opinión contraria, y los escolásticos como cuerpo los siguió. San Agustín (Sermo VII, de Scripturis, P. G. V) al tratar sobre la zarza ardiente (Éx. 3) dice: “Es muy difícil de entender que la misma persona que le habló a Moisés deba considerarse tanto el Señor como un ángel del Señor. Es una pregunta que prohíbe aseveraciones precipitadas, sino que demanda una cuidadosa investigación. Algunos afirman que es llamado tanto el Señor como el ángel del Señor porque era Cristo; de hecho el profeta (Isaías 9,6, Versión de los Setenta) llama claramente a Cristo el ‘Ángel del gran Consejo’“. El santo procede a demostrar que tal opinión es sostenible, aunque debemos tener cuidado de no caer en el arrianismo al afirmarlo. Señala, sin embargo, que si decimos que fue un ángel el que se apareció, debemos explicar por qué se le llamó “el Señor”, y luego procede a demostrar cómo esto pudo ser: “En otro lugar de la Biblia, cuando un profeta habla, se dice que es el Señor el que habla, no porque el profeta sea el Señor, sino porque el Señor está en el profeta; y de esa misma manera, cuando el Señor se digna hablar a través de la boca de un profeta o de un ángel, es igual que cuando Él habla por medio de un profeta o apóstol, y al ángel se le llama correctamente ángel si lo consideramos en sí mismo, pero es igualmente correcto si le ‘llama el Señor’ porque Dios mora en él”. Concluye diciendo que: “Es el nombre del morador, no del templo.” Y un poco más adelante dice: “Me parece que deberíamos decir más correctamente que nuestros antepasados reconocieron al Señor en el ángel”, y aduce la autoridad de los escritores del Nuevo Testamento que lo entendieron claramente así y sin embargo a veces permitieron la misma confusión de términos (cf. Heb. 2,2, y Hch. 7, 31-33).
El santo discute más elaboradamente el asunto en su obra “In Heptateuchum”, lib. VII, 54, P. G. III, 558. Como un ejemplo de cuán convencidos estaban algunos Padres defendiendo la interpretación contraria, cabe destacar las palabras de Teodoreto (In Exod.): “El pasaje entero (Éx. 3) demuestra que fue Dios quien se le apareció. Pero (Moisés) lo llamó un ángel para hacernos saber que no era Dios Padre a quien vio ---pues ¿qué ángel pudo el Padre ser?--- sino al Hijo Unigénito, el Ángel del gran Consejo” (cf. Eusebio, Hist. Eccles., I, II, 7; San Ireneo, Adv. Haer., III, 6). Pero la interpretación propuesta por los Padres latinos estaba destinada a perdurar en la Iglesia, y los escolásticos la redujeron a un sistema (cf. Santo Tomás, Quaest., Disp., De Potentia, VI, 8, ad. 3am); y para una exposición más amplia sobre ambas interpretaciones, cf. “Revue biblique” 1894, 232-247.
Los ángeles en la literatura babilónica
La Biblia nos ha mostrado que la creencia en los ángeles, o espíritus intermediarios entre Dios y el hombre, es una característica de los pueblos semitas. Es por consiguiente interesante rastrear esta creencia hasta los semitas de Babilonia. Según Sayce (The Religions of Ancient Egypt and Babylonia, Gifford Lectures, 1901), el injerto de creencias semíticas sobre en la primera la [religión]] sumeria de Babilonia está marcado por la entrada de los ángeles o sukallin en su teosofía. Por ello, encontramos un interesante paralelismo con “los ángeles del Señor” en Nebo, “el ministro de Merodac” (ibid., 355). También se le llama el “ángel” o intérprete de la voluntad de Merodac (ibid., 456), y Sayce acepta la declaración de Hommel de que se puede demostrar por las inscripciones minoicas que la religión semítica primitiva consistió en el culto a la luna y a las estrellas, el dios-luna Attar y un dios “ángel” que está de pie a la cabeza del panteón (ibid., 315).
El conflicto bíblico entre los reinos del bien y del mal tienen su paralelo en “los espíritus del cielo” o los Igigi ---quienes constituían la “hueste”, de la que Ninip era el campeón (y de quien recibía el título de “jefe de los ángeles”) y los “espíritus de la tierra”, o Annuna-Ki que vivían en el Hades (ibid. 355). Los sukalli babilónicos corresponden a los espíritus-mensajeros de la Biblia; ellos declaraban la voluntad de su Señor y ejecutaban sus órdenes (ibid., 361). Algunos de ellos parece haber sido más que mensajeros; eran los intérpretes y vicarios de la deidad suprema; así, Nebo es “el profeta de Borsipa”. A estos ángeles incluso se les llama “los hijos” de la deidad cuyos vicarios son; así Ninip, en un tiempo mensajero de En-lil, se transforma en su hijo así como también Merodac se convierte en hijo de Ea (ibid., 496). Los relatos babilónicos de la Creación y del Diluvio no contrastan muy favorablemente con los relatos bíblicos, y lo mismo debe decirse de las caóticas jerarquías de dioses y ángeles que la investigación moderna ha revelado. Quizás estamos justificados al ver en todas las formas de religión vestigios de un primitivo culto a la naturaleza que a veces ha logrado rebajar la más pura revelación, y que, donde esa revelación primitiva no ha recibido incrementos sucesivos, como entre los hebreos, trae como resultado una abundante cosecha de hierba mala.
Así la Biblia ciertamente sanciona la idea de que algunos ángeles tienen a su cargo pueblos específicos (cf. Dan. 10, y arriba). Esta creencia persiste en forma degradada en la noción árabe de los Genii, o Jinni, quienes aparecen en algunos lugares particulares. Una referencia a ello se encuentra quizás en Gén. 32, 1-2: “Jacob se fue por su camino, y le salieron al encuentro ángeles de Dios. Al verlos, dijo Jacob: ‘Este es el campamento de Dios’; y llamó a aquel lugar Majanáyim, es decir, ‘Campamento’“. Exploraciones recientes en el barrio árabe cerca de Petra, han revelado ciertos recintos delimitados con piedras como los domicilios de los ángeles, y las tribus nómadas los frecuentan para la oración y el sacrificio. Estos lugares llevan un nombre que corresponde exactamente con el de “Majanáyim” del antedicho pasaje del Génesis (cf. Lagrange, Religions Semitiques, 184, y Robertson Smith, Religion of the Semites, 445). La visión de Jacob en Betel (Gén. 28,12) puede quizá caer dentro de la misma categoría. Baste decir que no todo lo que está en la Biblia es revelación, y que el objeto de los escritos inspirados no se limita a darnos verdades nuevas, sino también a hacer más claras ciertas verdades que enseña la naturaleza. El punto de vista moderno, que tiende a considerar todo lo babilónico como completamente primitivo y que parece pensar que porque los críticos le asignan una fecha tardía a los escritos bíblicos la religión contenida en ella debe ser también tardía, puede verse en Haag, “Theologie Biblique” (339). Este escritor ve en los ángeles bíblicos sólo deidades primitivas rebajadas a semi-dioses por el victorioso progreso del monoteísmo.
Los ángeles en el Zendavesta
También se han hecho esfuerzos por trazar una conexión entre los ángeles de la Biblia y los “grandes arcángeles” o “Amesha Spenta” del Zendavesta. Que la dominación persa y la cautividad babilónica ejercieron una gran influencia en la concepción hebrea de los ángeles se reconoce en el Talmud de Jerusalén, Rosch Haschanna, 56, donde se dice que los nombres de los ángeles se introdujeron de Babilonia. Sin embargo, no es claro de ningún modo que los seres angélicos que aparecen tantas veces en las páginas del Avesta se refieran a la antigua religión persa de la época de Ciro, y no más bien al neo-zoroastrismo de los sasánidas. Si éste fuera el caso, como lo sostiene Darmesteter, debemos más bien invertir la posición y atribuirles los ángeles del zoroastrismo a la influencia de la Biblia y de Filón. Se ha hecho hincapié sobre la similitud entre los “siete que están de pie ante Dios” bíblicos, y los siete Amesha Spenta del Zendavesta. Pero debe señalarse que estos últimos realmente son seis, y que el número siete sólo se obtiene contando a “su padre, Ahura Mazda”, entre ellos como su jefe. Por otra parte, estos arcángeles del zoroastrismo son más abstractos que concretos; ellos no son individuos encargados de importantes misiones como en la Biblia. Un buen examen de todo el asunto se encuentra en “Rev. Biblique” (enero y abril de 1904); y para el punto de vista similar abrigado por De Harlez vea “Rev. Bibl,.” (1896), 169.
Los ángeles en el Nuevo Testamento
Hasta aquí nos hemos detenido casi exclusivamente sobre los ángeles del Antiguo Testamento, cuyas visitas y mensajes no eran de ningún modo raros, pero cuando llegamos al Nuevo Testamento sus nombres aparecen en cada página y el número de referencias a ellos iguala aquellas dadas en el Antiguo. Fue su privilegio el anunciar a Zacarías y a María la aurora de la redención, y a los pastores su cumplimiento real. Nuestro Señor en sus discursos habla de ellos como uno que los vio realmente, y quien, mientras “habla con los hombres”, recibe todavía la silente e invisible adoración de las huestes del cielo. Él describe sus vidas en el cielo (Mt. 22,30; Lc. 20,36); nos dice como se forman un cuerpo de guardaespaldas a su alrededor y que con sólo una palabra suya se vengarían de sus enemigos (Mt. 26,53); es el privilegio de uno de ellos ayudarlo en el momento de su agonía y sudoración de sangre. Más de una vez habla de ellos como auxiliares y testigos del Juicio Final (Mt 16,27), el cual de hecho prepararán (ibid., 13,39-49); y por último, ellos son los felices testigos de su triunfante Resurrección (ibid., 28,2).
Es fácil para las mentes escépticas ver en estas huestes angélicas el mero juego de la fantasía hebrea y el rango de crecimiento de la superstición, pero, ¿los relatos sobre ángeles que figuran en la Biblia no nos proporcionan la progresión más natural y armoniosa? En la página inicial de la historia sagrada de la nación judía, ésta es escogida de entre otras como depositaria de la promesa de Dios; como el pueblo de cuyo tronco nacería el Redentor. Los ángeles aparecen en el curso de la historia de este pueblo escogido, ya como mensajeros de Dios, ahora como guías de ese pueblo; a veces son los otorgadores de la ley de Dios, otras veces prefiguran al Redentor cuya misión divina ayudan a madurar. Conversan con los profetas, con David y Elías, con Daniel y Zacarías; acaban con los ejércitos acampados contra Israel, sirven como guías a los siervos de Dios, y el último profeta, Malaquías, lleva un nombre de especial significado, “el Ángel de Yahveh”. Parece resumir en su mismo nombre el anterior “ministerio por las manos de los ángeles”, como si Dios con ello recordara las glorias de antaño del Éxodo y del Sinaí. Los Setenta, de hecho, parece no conocer su nombre como el de un profeta individual, y su traducción del versículo inicial de su profecía es peculiarmente solemne: “La carga de la Palabra del Señor de Israel por la mano de su ángel; colóquenla en sus corazones”. Todo este ministerio amoroso por parte de los ángeles es sólo por amor al Salvador, cuyo rostro desean contemplar.
Por ello, al llegar la plenitud de los tiempos, fueron ellos quienes trajeron el gozoso mensaje, y cantaron “Gloria in Excelsis Deo”. Guiaron al recién nacido Rey de los Ángeles en su presurosa huida a Egipto, y lo atendieron en el desierto. Su segunda venida y los temibles eventos que le precederán son revelados a su siervo predilecto en la isla de Patmos. Se trata nuevamente de una revelación, y en consecuencia, sus antiguos ministros y mensajeros de antaño aparecen una vez más en la historia sagrada, y el registro del amor revelador de Dios termina dignamente casi como había comenzado: “Yo, Jesús, he enviado a mi Ángel para daros testimonio de lo referente a las Iglesias” (Apoc. 22,16). Es fácil para el estudiante rastrear la influencia de las naciones circundantes y de otras religiones en el relato bíblico sobre los ángeles. De hecho, es necesario e instructivo hacerlo, pero sería un error cerrar los ojos a la línea superior de desarrollo que hemos mostrado y que pone de manifiesto tan claramente la maravillosa unidad y armonía de toda la historia divina de la Biblia. (Vea también REPRESENTACIONES CRISTIANAS PRIMITIVAS DE ÁNGELES, ÁNGEL DE LA GUARDA, ÁNGELES DE LAS IGLESIAS.
Bibliografía: Además de los trabajos antes mencionados, véase Santo Tomás, Summa Theol., I, QQ. 50-54 y 106-114; Suarez De Angelis, lib. I-IV.
Fuente: Pope, Hugh. “Angels.” The Catholic Encyclopedia. Vol. 1. New York: Robert Appleton Company, 1907. 17 Dic. 2012 http://www.newadvent.org/cathen/01476d.htm.
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